El triunfo de Giorgia Meloni en las elecciones italianas ha vuelto a provocar debates sobre el carácter de las las extremas derechas contemporáneas. El historiador Steven Forti (Trento, 1981) es uno de los principales expertos en estas fuerzas políticas. En su libro Extrema derecha 2.0: ¿qué es y cómo combatirla? (Siglo XXI España), publicado hace apenas un año, desmenuza las ideas, las fuentes ideológicas y las perspectivas políticas y societales de estos espacios, a la vez que construye una posición que se inserta en un panorama amplio de debates sobre las derechas del que participan autoras y autores como Cas Mudde, Sarah de Lange, Enzo Traverso, Jean-Yves Camus, Angela Nagle y Dorit Geva. 

En esta entrevista, Forti analiza el fenómeno de Meloni y Hermanos de Italia, se expresa sobre el uso de las categorías de «fascismo» y «populismo», alerta sobre los peligros de una «orbanización» a la italiana e indaga sobre fenómenos como el «rojipardismo» y sobre las divisiones en las extremas derechas, a la vez que se expide sobre la notoria crisis de las izquierdas y sus dificultades para detener el avance de estas fuerzas de extrema derecha 2.0.

Meloni ha triunfado en las elecciones italianas y, como cada vez que consigue una victoria una fuerza de la extrema derecha, la palabra «fascismo» ha aparecido en el debate público. Se ha comparado a Hermanos de Italia con otras formaciones y se ha hablado nuevamente de «populismo de derecha». En su libro Extrema derecha 2.0 usted ha intentado dar un marco explicativo al fenómeno del ascenso de estas fuerzas y a las formas en que sería posible enfrentarlas, discutiendo justamente la aplicación de estos dos conceptos para explicar estos fenómenos. ¿Cómo ha entendido esta reacción frente al ascenso de Meloni y por qué considera que esas conceptualizaciones no son acertadas?

En primer lugar, considero que las extremas derechas están normalizadas desde hace tiempo y, desde luego, constituyen un actor político relevante en la mayoría de los países occidentales. En Italia este fenómeno no es nada nuevo, por lo que esta ingenua reacción como de un cierto estupor resulta bastante naíf. Estas extremas derechas están aquí desde hace mucho y sabemos, de hecho, que seguirán estando. Esto nos lleva, claro, a discutir qué son y qué buscan y a debatir la utilización, más o menos general, del término «fascista» que a veces se les aplica en el debate público. Quiero decirlo claramente. Considero que estas formaciones políticas –la de Meloni, la de Víktor Orbán, Vox en España, el trumpismo en Estados Unidos– no son fascistas. Podemos, claro, discutir sobre los conceptos de neofascismo y de posfascismo, pero esa es otra cuestión. Entre los historiadores especialistas en fascismo existe ya un gran consenso que marca unas fronteras muy claras respecto a ese fenómeno que surge en la Italia de 1919 y que es derrotado militarmente, para simplificarlo mucho, en 1945. El término «fascismo» se ha banalizado hasta tal punto que ya ni siquiera sabemos qué significa ni qué representa. Históricamente, se utilizó para describir un fenómeno político muy nítido que tenía características particulares. Evidentemente fue ultranacionalista, fue racista y, para utilizar una expresión contemporánea en boga, recortó derechos. Pero tenía otras características que no están en las nuevas ultraderechas: el fascismo utilizaba la violencia como herramienta política, los partidos fascistas eran partidos milicia (contaban con fuerzas paramilitares), se proponía instalar dictaduras totalitarias de partido único y, por otro lado, quería encuadrar a las masas en grandes organizaciones. El fascismo, que se definió a sí mismo como una «revolución palingenésica de la sociedad» –es decir, que quería construir «hombres y mujeres nuevos»–, era, además, una religión política, tal como lo señaló Emilio Gentile. Esto nos muestra que el fascismo tenía una visión de futuro. Las extremas derechas, en cambio, no quieren, no pueden o no se han planteado hacer estas cosas. Son algo diferente y, de hecho, el caso más concreto de extrema derecha del siglo XXI en el poder es la Hungría de Orbán, que lleva más de 12 años. Creo que la definición sobre la Hungría de Orbán que ha dado el pasado 15 de septiembre el Parlamento Europeo es acertada: un «régimen híbrido de autocracia electoral». O, utilizando la fórmula tan querida por Orbán, una democracia iliberal. Esto no quiere decir, en absoluto, que no sean un peligro o una amenaza para los sistemas democráticos, pero son otra cosa respecto a lo que fue el fascismo.

Tampoco son, como se las llama a veces, fuerzas del «populismo». Yo no creo que el populismo sea una ideología –tampoco una ideología delgada, una thin-centered ideology, como dicen Cas Mudde y Cristóbal Rovira Kaltwasser–, sino que considero que se trata, más bien, de una retórica, de un lenguaje, de un estilo e inclusive de una estrategia política. Por lo tanto, creo que los conceptos de fascismo y de populismo –al menos utilizados de esta forma– no nos sirven para entender y definir estas fuerzas políticas. Desde mi punto de vista es más correcto hablar de nuevas extremas derechas o si quieres, y de forma un poco provocadora, como las he llamado en mi libro, «extremas derechas 2.0». Esto no quiere decir que no tengan elementos de continuidad con el fascismo, pero, en todo caso, eso dependerá de cada caso concreto, de cada país.

Hermanos de Italia, la fuerza política de Giorgia Meloni, tiene, a diferencia de otras, elementos nítidos de la cultura neofascista procedente del Movimiento Social Italiano. Y, sin embargo, tampoco parece ser solo eso. ¿Cómo definiría a Meloni y a su partido?

Hermanos de Italia es una formación que integra, muy nítidamente, la gran familia global de la extrema derecha 2.0. Y dado que la familia es amplia, sus miembros tienen puntos en común, referencias ideológicas compartidas, estrategias políticas y comunicativas muchas veces similares, pero dentro de ella hay también divergencias notorias. En tal sentido, es cierto que en comparación con otras de estas formaciones de la extrema derecha 2.0, Hermanos de Italia tiene vínculos más claros con la tradición y con la cultura política neofascista. Cuando Giorgia Meloni fundó su partido en 2012, explicó muy claramente que su propósito era volver a dotar de una organización partidaria a una comunidad con 70 años de historia. Y esa referencia a los 70 años de historia alude directamente al Movimiento Social Italiano, al que, en 1992, siendo adolescente, Meloni adscribió al sumarse a su rama juvenil. Esas referencias están presentes en Hermanos de Italia, a punto tal que en el símbolo de su partido se encuentra presente la llama tricolor, que era el emblema del Movimiento Social Italiano y que no por casualidad fue también el del Frente Nacional francés. Es decir, esta cultura política existe en las bases ideológicas del partido. Sin embargo, Hermanos de Italia es también algo más que eso. Y allí es donde entra la transformación que viven la extrema derecha y el neofascismo después de 1945 asociada, por ejemplo, a la nouvelle droite (nueva derecha) francesa de Alain de Benoist.

¿Qué es ese «algo más»? ¿Cuáles son las fuentes de las que bebe hoy Hermanos de Italia que lo vuelven algo distinto a una fuerza fascista o neofascista sin más?

En concreto, en el caso de Hermanos de Italia –y esto lo acerca mucho a fenómenos como el de Vox en España o al de Ley y Justicia en Polonia– se evidencia una fuerte influencia del «nuevo conservadurismo» de tintes cada vez más autoritarios que se ha desarrollado, sobre todo, en el mundo anglosajón. Leyendo la autobiografía de Meloni, pero también las Tesis de Trieste, que son el documento programático de 2017 de Hermanos de Italia, queda en claro que los referentes ideológicos son esencialmente tres. El primero es el británico Roger Scruton, el segundo es el israelí Yoram Hazony (autor del libro La virtud del nacionalismo) y el tercero es Ryszard Legutko, el político e intelectual polaco del partido Ley y Justicia. Estos referentes poseen y abonan a una perspectiva mucho más autoritaria del conservadurismo, sobre todo comparada con la que conocimos en los años de Bush hijo o con la que sostenían Reagan y Thatcher. Particularmente en cuestiones asociadas a valores y derechos, este conservadurismo va mucho más allá que el anterior. Finalmente, y unido a esto, podemos establecer una cuarta referencia en el ahora papa emérito Joseph Ratzinger, que sostiene una perspectiva restrictiva, reaccionaria y conservadora del catolicismo.

Tanto en las referencias ideológicas como en las perspectivas políticas, hay un claro acercamiento de Meloni al espacio ideológico «iliberal» trazado, sobre todo, por la Hungría de Orbán y la Polonia de Ley y Justicia. ¿Es posible que Meloni vaya en esa dirección? ¿Podría realmente llevar a Italia al iliberalismo, teniendo en cuenta las diferencias económicas, institucionales y geopolíticas que Italia tiene respecto de países como Hungría y Polonia?

Nos movemos todavía con muchas incógnitas, dado que debemos hacer un esfuerzo de predecir lo que podría pasar. Lo hacemos, además, en un contexto particularmente complejo debido a la guerra de Ucrania, a la salida de la pandemia, a la crisis energética, a las tensiones internacionales y a todo lo que ello conlleva. Por un lado, las culturas políticas que conforman un partido como Hermanos de Italia y las alianzas internacionales que Meloni tiene –es decir, Mateusz Morawiecki y Orbán– indican que no está fuera de lugar plantearse la posibilidad de que en un futuro –no mañana, sino dentro de cinco o diez años– Italia tome un camino que podría llevarla finalmente a un régimen democrático iliberal. Digamos que la perspectiva del mundo que proponen estas formaciones políticas va en esa dirección. Pero, efectivamente, Italia no es Hungría ni Polonia. Por un lado, por su peso económico en la Unión Europea. Por otro, porque es miembro del G-7. Italia es, además, uno de los países fundadores de la Unión Europea. Tiene la deuda más abultada, es la tercera economía de la Unión, es el país que recibe más fondos del plan NextGenerationEU (el paquete de recuperación para ayudar a los Estados miembros de la UE tras la pandemia): casi 200 millones de euros. Por otra parte, Italia no es Hungría ni Polonia porque la democracia está consolidada históricamente como sistema político desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Es un país con una historia de instituciones y de sistema democrático mucho más larga que la de los países ex-comunistas de Europa del Este. Que las instituciones democráticas italianas son más fuertes es a priori cierto, pero es algo que está por verse.

Evidentemente, en Bruselas hay una fuerte preocupación por lo que pueda pasar en Italia –justamente por el peso del país– y por ello Meloni es consciente de que tiene que ir hasta un cierto punto con los pies de plomo, sobre todo al principio. Debe evitar un choque frontal. Yo creo, en tal sentido, que no habrá un choque frontal con la Unión Europea, sino una situación de tensión latente, en la que el gobierno italiano apelará a su retórica sobre la soberanía, la recuperación de competencias y a la defensa de los intereses nacionales frente a una Europa «madrastra». Irá tirando de la cuerda, pero habrá que ver hasta qué punto. En este sentido, es interesante observar que, durante la campaña electoral, Meloni afirmó que no se tenían que hacer nuevos gastos y caer en el déficit para ayudas debido a la crisis energética. Salvini, en cambio, pedía 30.000 millones de euros. Por lo tanto, Meloni adoptó una postura pragmática sobre los dos puntos claves que, como ella bien sabe, son los que le permitirán mantenerse en el gobierno. El primero es la ubicación internacional de Italia, es decir, el atlantismo (lo que se traduce en pertenencia y apoyo a la Organización del Tratado del Atlántico Norte más el apoyo al esfuerzo bélico de Ucrania). El segundo es el del gasto. Ha afirmado que no creará frentes de combate con Bruselas en esa materia. De fondo, creo que hay una gran cuestión que excede a Italia. Si un gobierno de ultraderecha respeta el vínculo atlántico y las reglas de gasto y no se pasa de la raya en otras materias –como Orbán sí lo ha hecho muchas veces–, ¿esto es aceptable dentro de la Unión Europea? Esta es la gran pregunta. 

Meloni consiguió una amplia mayoría parlamentaria. ¿Eso podría ayudarla, o esa mayoría no es tan homogénea como podría parecer a simple vista?

Sí, Meloni gobernará con una amplia mayoría en el Parlamento, pero no se trata de una mayoría compuesta solo por los diputados de su partido, sino de una conformada también con los diputados de Forza Italia y los de la Liga de Salvini. Puede haber tensiones en la coalición y puntos de desencuentro. No perdamos de vista que incluso unos cuantos de los diputados y senadores elegidos por Hermanos de Italia son, en realidad, ex-berlusconianos que Meloni colocó en sus listas. Entonces, la mayoría amplia existe, pero ¿qué le permite hacer a Meloni y hasta dónde puede llegar?

Se ha sostenido que la victoria de Hermanos de Italia dará un impulso a otras fuerzas de extrema derecha en Europa, pero esas fuerzas, que a veces son colocadas en el mismo terreno, no tienen las mismas perspectivas. Hay rusófilos y hay atlantistas, hay posiciones divergentes respecto de la Unión Europea y hay raíces ideológicas muy diversas. ¿Cuál puede ser el impulso que les dé Meloni a estas fuerzas, teniendo en cuenta no solo las características comunes, sino también aquello que las diferencia?

A corto plazo, la victoria de Meloni dará un empuje electoral a las fuerzas de extrema derecha en el continente europeo como mínimo. A largo plazo, veremos qué pasa con el gobierno. ¿Se sostendrá o no? ¿Tendrá problemas o no? Y luego el otro nivel es el de las relaciones entre esas fuerzas políticas de extrema derecha 2.0. Evidentemente, en estas formaciones políticas todos se conocen. Pero hay dos grupos. Uno es Identidad y Democracia, que está constituido por Salvini, Le Pen, Alternativa para Alemania, el Partido de la Libertad de Austria y su homónimo de Holanda. El otro es Conservadores y Reformistas Europeos, al que pertenecen, entre otros, Hermanos de Italia, los polacos de Ley y Justicia, Vox y los Demócratas de Suecia. Esta división no atañe solamente a ambiciones personales o a la voluntad de ser hegemónicos dentro de cada partido y grupo en el Parlamento Europeo, sino que tiene se asocia a divergencias en temas geopolíticos. Los Conservadores y Reformistas son atlantistas, mientras que muchos de quienes forman parte de Identidad y Democracia no lo son –o al menos no tanto– o son directamente rusófilos o filoputinistas. Esta división que existía antes del año pasado ahora es crucial. De hecho, el famoso bloque de los países de Visegrado –Hungría, Polonia, República Checa y Eslovaquia– no está roto, pero casi lo está tras el mes de febrero. ¿Por qué? Porque Varsovia y Budapest están hablando muy poco, y no porque tengan críticas entre sí sobre la forma en que gestionan la política interior o sobre los derechos de sus ciudadanos o sobre la visión conservadora de la sociedad, sino porque Orbán tiene buenas relaciones con Putin, mientras que los polacos son rusófobos. En este marco, ¿qué es lo que puede aportar Meloni? A mediano y largo plazo, demostrar que si eres atlantista y si respetas las reglas de gasto y no te pasas demasiado de la raya en determinadas cuestiones, pues eres aceptable. Eso se puede convertir en un modelo para otras extremas derechas que entienden mucho más claramente sobre que márgenes se pueden mover dentro de la Unión Europea.