Por: Grupo de Peronistas Santacruceños
“La guerra no es otra cosa que un duelo en una escala más amplia. Si
concibiéramos a un mismo tiempo los innumerables duelos aislados que la
forman, podríamos representárnosla bajo la forma de dos luchadores, cada
uno de los cuales trata de imponer al otro su voluntad por medio de la
fuerza física; su propósito inmediato es derribar al adversario e
incapacitarlo de ese modo para ofrecer mayor resistencia. La guerra es, en
consecuencia, un acto de fuerza para imponer nuestra voluntad al
adversario…
La fuerza, es decir, la fuerza física (porque no existe fuerza moral fuera de
los conceptos de ley y Estado) es de este modo el medio; imponer nuestra
voluntad al enemigo es el objetivo. Para tener la seguridad de alcanzar este
objetivo debemos desarmar al enemigo, y este desarme es, por definición,
el propósito específico de la acción militar; reemplaza al objetivo y en cierto
modo prescinde de él como si no formara parte de la propia guerra”.
Tal vez, en la cuadrangular formación académica de un militar educado bajo
la Teoría de la Seguridad Interior, esté subyacente la idea de que su razón
de ser, la justificación de su sentido, sea precisamente la guerra. ¿Para qué
sirve una fuerza armada de mar aire o tierra si no es para un conflicto
bélico?. Pero es deseable también que, en esa misma formación haya
estado incluido el hábito de leer y el arte de comprender lo que se lee. Y
hasta sería muy acertado pensar que el ensayo “De la guerra” haya sido
parte de su lectura obligada durante su formación como hombres de armas.
Esto viene a cuento porque Karl von Clausewitz, ciento cincuenta y dos años
antes de que ocurriera, les estaba indicando a los militares argentinos que
emprender una guerra contra el imperio británico, en cualquier parte del
globo, era no sólo una causa perdida antes de comenzarla sino una tontera
importante carente de sentido. Lo que este militar prusiano no tuvo en
cuenta eran los dolores de cabeza de nuestros generales, almirantes y
brigadieres. Como tampoco pensó que algo tan serio como una guerra con
una potencia extranjera podría intentar utilizarse como una herramienta
política para “solucionar” problemas interiores. Y si bien, la guerra es algo
demasiado serio como para dejarlo en manos de los militares, la práctica
política es directamente un campo prohibido a sus capacidades y formación.
Pero, a pesar de esto, lo hicieron igual, y así fue el costo que debió pagar
nuestro país por un lado y, fundamentalmente, toda una generación de
chicos (sí, chicos y chicas de la guerra) que dejaron en esta aventura militar
sus vidas, su salud física, y, mayormente, su salud mental.
En diciembre de 1981, Leopoldo Fortunato Galtieri asumía la presidencia “de
facto” de la Nación al frente de un proceso de sostenimiento de una
dictadura militar absolutamente desgastada; y lo hace con el
convencimiento de que un gesto espectacular, un gesto “heroico”, podía
revertir la situación negativa de ese momento, confiando en que la voluntad
del pueblo se podía volcar en favor del régimen (y, fundamentalmente, en
favor suyo como un nuevo Perón redivivo). Entre esas elucubraciones y
vahos del alcohol, el dictador concibió la recuperación de Malvinas soñando
con un apoyo norteamericano (¿?) contra el Reino Unido. El 2 de abril, el
pueblo hizo su parte al sumarle fervor futbolero a los delirios alejandrescos
del general alcoholizado, vitoreando la acción sobre Malvinas al grito de
¡argentina, argentina! (en minúsculas, porque se representaba una
Argentina muy chiquita, muy necia). El mismo pueblo que, apenas dos días
antes, había sido apaleado por las fuerzas de seguridad el 30 de marzo
anterior, manifestándose en contra del régimen militar en la misma plaza
que ese 2 de abril llenaban con fervor más futbolero que patriótico (cuanto
más desastroso es su gobierno, los gobernantes más veneran a la bandera
y los símbolos patrios).
Como consecuencia, ante la negativa de asumir la derrota diplomática y
política lo que en un principio era un acto político de recuperación y retiro
para “negociar” soberanía, se transformó en la pesadilla de toda una
generación: “joven argentino, si tienes 18 años vas a servir a la Patria (en
realidad la dictadura se servía del joven argentino)”.
Una vez más, ser joven en la Argentina, era un delito que se pagaba con la
vida. La guerra pasó sin pena ni gloria, como un simple ejercicio militar que
le permitió a los ingleses y a la OTAN instalar una base militar en el
Atlántico Sur. Nada de heroico hubo en esta guerra de ocasión; fue
simplemente un despropósito, un absurdo en el que, mientras los jóvenes
soldados a la fuerza perdían su vida, sus miembros y su equilibrio
emocional, la población en el resto del país se debatía entre el cine, los
teatros, las pizzerías y las canchas de futbol.
Pero seguimos sin querer asumir la parte de responsabilidad que nos toca y
con el paso de los años los seguimos victimizando o sencillamente
olvidando. Convenientemente los llamamos héroes de Malvinas; han sido
sólo víctimas y estamos en deuda con todos ellos, fundamentalmente con
aquellos que dejaron de ser víctimas para ser sólo sobrevivientes.
Una guerra sin héroes sólo es un crimen. En el caso de Malvinas, un
crimen vitoreado y aplaudido por multitudes.