Por Karin Hiebaum
Corresponsal Internacional

Bruselas aprueba limitar el errático y rampante precio del gas sobre una Península que tiene bastante de isla energética. Los gobiernos ibéricos se alían en una crisis energética: debemos valorarlo.

La relación de España con Portugal responde a un esquema típico de esa gran verdad que dice que nadie es más distinto que dos hermanos. De hecho, ellos nos llaman os nossos irmaos, con una fina ironía de la que, en general, carecemos los españoles, un decir sin hacer aspaviento ni ruido que bien puede estar influido por su tradicional afecto a Inglaterra (a sus clases menos groseras), y que se manifiesta también en un respeto de las colas, en una aparente falta de prisa y estrés, y en un hablar quedo y hasta susurrante que contrasta notablemente con las pautas del lado español de la península ibérica. No nos es fácil convivir entre españoles, y ese mal ejemplo hace que no sólo la propia geografía haga de baluarte del rectángulo asomado sin confín al Atlántico que es Portugal, sino que tal límite continental -cantaba Radio Futura- se proteja con serenidad de nuestros avatares cainitas, de forma que la gloriosa identidad histórica lusa, en un territorio tan pequeño en kilómetros cuadrados, haga del país vecino un sitio digno de lo que también cantaba Siniestro Total: “Menos mal que nos queda Portugal”.

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Ahora, en estos tiempos de zozobra energética de origen bélico (¿o es al contrario, una guerra de origen energético?), los destinos peninsulares alinean sus intereses. Algo que, si no inaudito, no es habitual a lo largo de los siglos de vecindad obligada. La condición de isla del lugar del mapa que compartimos los hermanos ibéricos ha propiciado al alimón un movimiento hispanoluso de reclamación ante la Unión Europea, con el objeto de limitar el impacto en la factura de la electricidad de un componente básico del cóctel que el mercado único hace de lo que pagamos los particulares y las empresas: el gas, y en concreto el gas ruso, un suministro que está detrás en gran medida de la inflación de precios de bienes y servicios que nos corroe económicamente: Mad Max fue una película distópica pero preclara, al parecer. A instancias de ambos gobiernos, la Comisión Europea dio el martes pasado su visto bueno a la propuesta de España y Portugal para limitar en nuestros países el precio del gas y del carbón que nutren las centrales eléctricas, y con ello rebajar el coste de la luz para un buen porcentaje de los consumidores y de las empresas, y, con ello a su vez, luchar por reducir la inflación. Una iniciativa valiosa que, como suele suceder con las cosas de la política económica, pasa desapercibida por la mayoría de los afectados (pero ese es otro cantar).

La alianza de ocasión y urgencia entre nuestros países se sustanciará este fin de semana en Bruselas. No se tratará de una concesión comunitaria ajena a contrapartidas, ni de una panacea que ataje el coste de la vida, ni de que la inflación sea asunto resuelto por arte de magia en este extremo suroccidental de Europa. Aunque la capaz y ideologizada ministra Teresa Ribera -y su solemne presidente- nos digan que vamos a pagar menos cada mes o dos meses, la ecuación dista de ser de primer grado. El hermano mayor francés y su solvencia energética basada en lo nuclear tienen mucho que ver en esta negociación multilateral, en la que el sur de Europa que da a poniente dice “oiga, aquí estoy yo”. Veremos cuánto notaremos en la factura de la luz y en la compra del supermercado esta estrategia ibérica. No esperemos milagros sureños cuando el norte de centro germánico sufre en sus carnes consumidoras la invasión rusa de Ucrania. Pero no dejemos de valorar esta alianza al máximo nivel internacional de los responsables políticos de Portugal y de España. Que hagan su trabajo para bien de la gente, y no sólo atender a diatribas domésticas y politiconas, debe ser tenido en cuenta. Y que dos países contiguos desde siempre y para los restos se alíen, también.