Por Leonardo Luna Montenegro

Alejandro Magno era mucho más importante de lo que eres tú,
y, sin embargo,
murió.

Marco Aurelio

mementi

Existía una costumbre en la Antigua Roma, cuando los Emperadores y Generales romanos, se dirigían al pueblo de Roma, la Gran Roma, luego de sus victorias en batallas y conquistas varias, reunidos todos para una celebración, exaltados, prestos a escuchar una enérgica arenga que elevaba el espíritu de cuerpo de una multitud afiebrada, testigos de un Imperio que avanzaba y dominaba a pie firme el mundo conocido: un esclavo sostenía una corona de laureles sobre la cabeza del funcionario romano mientras le susurraba al oído la expresión latina: “… memento mori…” (recuerda que morirás / recuerda que eres mortal). Otras fuentes, sin embargo, citan que la expresión utilizada era: “Respice post te!. Hominem te esse memento” (Mira tras de ti! Recuerda que eres un hombre). Sea cual fuere la efectivamente utilizada, ambas cumplen el mismo objetivo: recordarle al General o al Funcionario romano, lo inevitable de la naturaleza humana, lo finito de nuestra vida, de todas las vidas, y, de esa manera, con esa verdad inexorable, se lo conminaba a evitar caer en la soberbia, evitar caer en la creencia de que se puede actuar por sobre las leyes y las costumbres de la sociedad.

Para quienes recuerdan aquellas clases de Historia Universal en la escuela quizás tengan presente los grandes hitos de la Humanidad, sobre todo, desde que tenemos noticias de grandes acontecimientos sucedidos alrededor del globo gracias al advenimiento de la Escritura y los recuerdos de algunos testigos de época: Egipto, el valle del Tigris y el Éufrates, Atila. Aunque Antigua Roma y Antigua Grecia están en el podio cuando de cultura e historia Occidental se trata, y cada tanto, como por un acto mágico de justicia universal, por algún extraño designio de la providencia, volvemos a ellos, a esos individuos que, por un motivo u otro, nos siguen hablando, nos brindan sus enseñanzas a través de palabras que resuenan desde el fondo de los tiempos, en idiomas muertos, en dialectos extraños. Es así que, en el Siglo III AC, en Atenas, surge una escuela filosófica con Zenon de Citio como uno de sus fundadores, y cuyos principios llegan hasta nuestros días, más de 2000 años después: el Estoicismo. Algunos nombres que han moldeado los principios filosóficos del estoicismo, son citados intermitentemente, algunos, incluso, en textos de los más variados temas en noticias cotidianas, a través de frases, principios y porque no, mandamientos: Epicteto, Marco Aurelio, Seneca, Pablo de Tarso (San Pablo), Santo Tomas de Aquino. Uno de ellos, Epicteto, filósofo griego que vivió parte de su vida como esclavo en Roma, nos ha legado su “Manual de Vida” – Epictetou diatribai o Enquiridión -, que nos llega a través de uno de sus alumnos, Arriano (108 DC), ya que eran diálogos informales. El término “Enquiridion” podría traducirse como “arma manual, daga o puñal” y bien podría interpretarse como el uso de herramientas, técnicas o métodos, como defensa personal, pero, defensa ante qué? pues ante la vida, el mundo, y, porque no, nosotros mismos.

 

Más acá en el tiempo, ya en tiempos de Modernidad / Pos modernidad – vaya uno a saber en qué momento histórico nos encontramos – un movimiento ha ido creciendo en sociedades aceleradas como la nuestra llamado “movimiento slow”, tendencia que es una forma de respuesta ante la velocidad, la prisa, el ritmo vertiginoso que nos imponen a nuestras vidas, a nuestros ritmos vitales, velocidad a la que nos hemos habituado hasta el punto de tomarlo como “normalidad”. Llamado el “Gurú del Movimiento Slow”, Carl Honoré, periodista y escritor, nacido en 1967 en Escocia, nos hace un resumen de lo acontecido en esta tendencia de resistencia ante la supuesta aceleración de nuestros tiempos en su libro “Elogio de la lentitud” (2004). En general tenemos como cercano o cotidiano la imagen de una familia, donde ambos padres se encuentran corriendo contra reloj, corriendo por sus trabajos, por sus obligaciones domésticas, por sus vidas sociales, por sus hijos, por sus mascotas, por sus impuestos, por sus IPhones, por sus redes sociales, viviendo un ritmo frenético, con agendas de actividades en ocasiones interminables para las que no alcanzan quizás las horas disponibles del día. Pues bien, estos modernos tiempos acelerados que nos rodean han sumado, a esta imagen de padres estresados, la de hijos, niños o adolescentes, que reciben y asimilan ese mismo ritmo frenético de actividades. De allí que ciertos términos ya nos suenan familiares, no solo porque son cotidianos sino que porque tiene presencia en diálogos habituales tanto en mesas de café como de consultorios de médicos, psicólogos, terapeutas, masajistas: stress, burn out, mindfullness, yoga, meditación trascendental, cursos de autoayuda, terapias de las más variadas técnicas y objetivos, templos de las mas variadas creencias religiosas. Es en esa aceleración, en ese ritmo veloz actual, en el que surgen situaciones, algunas absurdas, como la de aquel viejo chiste en el que el marido, en plena relación sexual, le pregunta a la esposa lo que pensaba sobre sus dotes amatorias, quizás solo por curiosidad pasajera o por autocomplacencia, y la esposa le responde: – “que hay que pintar el techo de la habitación” (¡!).

A todo esto, y llegado a este punto, el lector de estas deshilvanadas palabras, quizás se preguntará en qué dirección va este texto, qué quieren decirnos estas palabras, o si habrá algún mensaje oculto detrás. Pues, un poco por esa invasión de dispositivos electrónicos, los algoritmos, las nuevas tecnologías y esa gran red global que nos brinda el servicio de Internet y el mundo digital; otro poco, por no disponer del tiempo suficiente y adecuado para pensar y reflexionar saludablemente, nos hemos acostumbrado a la inmediatez, al ahora, al momento presente, dejando de lado, quizás, aquellos momentos que deberían sernos de utilidad para buscar respuestas, plantearnos interrogantes, indagar en nosotros mismos y todo aquello que nos rodea, en lo que nos afecta en alguna medida, en fin, auquello que nos impide Ser, Ser en el mundo, ese ‘Yo y mi circunstancia” a la manera de José Ortega y Gasset.

Aunque los libros no muerden, algunos suelen ser rabiosos. Quizás no podemos disponer de tiempo suficiente para acercarnos a ellos, indistintamente de cuáles sean nuestros gustos literarios o filosóficos, quizás ni siquiera podemos disfrutar ya de un buen café con un periódico a mano como antaño, pero esto, debería ser así?, tenemos opciones? podemos elegir? tenemos libertad para elegir? o quizás, las rejas del calabozo imaginario que nos aprisiona fueron soldadas por nosotros mismos, con nuestras propias manos, con nuestra propia vida, con nuestro tiempo vital?.

Y aquí sí, porque no, podemos recurrir al pasado, 2000 años atrás en el tiempo, a las enseñanzas del Estoicismo, que predicaba el valor de la Razón, como forma de ver el mundo que nos rodea y cuyos principios pueden resumirse en algunas frases y técnicas como “simplifica tu vida”o “pasa una hora sin hablar”, o también: “escribe un diario personal, resaltando lo que hicimos mal y lo que hicimos bien en cada jornada”. Nos dice Epicteto: “la mayoría de las cosas que hacemos o decimos, no son esenciales”, pues sí.

El encierro al que nos han llevado decisiones gubernamentales, basados en recomendaciones de la OMS – Organización Mundial de la Salud – por el surgimiento de una amenaza a la salud de la población, de proporciones globales, – ciertas o no, exageradas o no, a esta altura ya da lo mismo -, ha dejado su huella en nuestras vidas, en nuestra manera de ver el mundo, de vernos a nosotros mismos y a quienes nos rodean. Informes oficiales y científicos, basados en evidencia empírica, han dado cuenta del estado actual de la salud psicológica de la población, por fuera de lo esperable o habitual cuando se trata de enfermedades o muertes de seres queridos. Algunas situaciones incluso han suprimido la posibilidad de asimilar la pérdida de un familiar, no hubo tiempo para duelo, no hubo posibilidad de despedidas. Autoridades, leyes, decretos, reglamentos hospitalarios, servicios fúnebres reforzados, fuerzas de seguridad impidiéndonos despedir a quienes habían sucumbido a la Enfermedad o lo que sea que haya producido su muerte. Así estuvimos, así nos tuvieron, encerrados, atemorizados, preocupados, sabiendo que nunca volveremos a verlos, que nunca volveremos a escuchar sus voces, se nos fueron, no pudimos tomar sus manos como forma de despedida en su lecho de muerte, como siempre hicimos, como muestra de nuestra humanidad, de aquello que nos hace humanos. Y no hicimos nada, nos rendimos, acatamos todas las ordenes, nos dimos por vencidos ante un decreto, ante normativas emitidas por sujetos, algunos declaradamente inmorales y porque no, algunos hasta delincuentes probados, funcionarios que hacían todo lo contrario de lo normado, festejando sus cumpleaños o eventos similares en privado, mientras nos prohibían reuniones en público, nos obligaban a consultar días y horarios para ir al supermercado, a la farmacia; hasta hubo militares de uniforme entregando raciones de alimentos, y, como es habitual, detenciones policiales arbitrarias, vejámenes, torturas y muertes injustas. Recuerdo una noticia en la que una mujer salió a dejar la bolsa de residuos al canasto y la policía la detiene, la mujer explica que solo salió a dejar los residuos, que vive sola con su niño, la autoridad hace caso omiso a sus motivos; pero mientras todo esto sucedía, el niño dentro de su casa, detrás del vidrio, observando por la ventana, esta escena surrealista, con su mirada de niño, viendo como su madre hablaba y gesticulaba en la vereda de su casa con unos señores vestidos con uniforme azul con la palabra Policía en mayúsculas en sus espaldas. A la señora la llevaron detenida. El niño quedo en su casa, solo, por unas horas, supongo yo, eternas y angustiantes horas.

Comprendo, en este punto, que debería cerrar estas perennes palabras y aquí debería volver al inicio del texto. Salvando las distancias de tiempo y espacio con aquellos Generales romanos, cada tanto nos vendría bien que alguien, Algo, una voz interior quizás, nos recuerde la finitud de nuestra vida, de la vida de todos, pues, al parecer, a veces actuamos como si nos hubiera sido otorgada esa tortura que es la Inmortalidad. Quizás necesitemos escuchar aquel antiguo susurro en nuestros oídos modernos, acostumbrados a los ruidos, al caos cotidiano, a expresiones vacuas, a palabras no-esenciales, a discursos vacíos y repetitivos (se acercan elecciones gubernamentales, que más se puede agregar), y que, en ese susurro, nos llegue un poco de aquella brisa esplendorosa que fue la Antigua Roma en la historia de la humanidad, o la Antigua Grecia (Oh Sócrates, tu vida y el gallo para Esculapio, como olvidar!), un susurro en nuestro idioma, en el dialecto que nos guste escuchar, en lunfardo o cocoliche si se quiere, pero que puede resumirse en la expresión latina: “memento mori” … “recuerda que eres mortal”… “recuerda que vas a morir”.