El pensamiento liberal germina en los surcos de la historia moderna y puede rastrearse hasta la experiencia de las ciudades comerciales tardomedievales.

Karin Silvina Hiebaum – International Press

Rediseña los términos modernos de “república” y “derecho” con su ideal de libertad (personal y colectiva) y exhibe una marcada vocación internacionalista. El artículo explora los perfiles de tres grandes pensadores liberales en el ámbito del derecho internacional y de las instituciones de cooperación, como son Immanuel Kant, Hans Kelsen y John Rawls. El método es cualitativo, con la técnica de revisión y análisis documental. Se concluye que el liberalismo, como doctrina idealista reconoce que los pueblos no solamente compiten entre sí, sino que también son capaces de colaborar para lograr metas en común, como una alternativa que resulta no sólo más económica, sino sobre todo, más civilizada.
Dado el marcado carácter ideológico del debate político contemporáneo, que incluye las complejas relaciones entre el Derecho y la Política, resulta preciso rastrear las características que hacen del liberalismo un legado irrenunciable para la humanidad, mostrando cómo ha logrado adaptarse a las circunstancias históricas y por qué ofrece una perspectiva internacionalista idónea para construir valores en común -entre ellos el instrumento del derecho por principios de Kant, atendiendo especialmente a la irrupción de las masas como sujeto político-. Tal ejercicio indica algunas consecuencias para la comprensión del Derecho como teoría y como práctica, fundamentalmente en cuanto a los mecanismos de protección de los derechos humanos y al paulatino proceso de constitucionalización del Derecho que caracteriza a la segunda parte del siglo XX.

El enfoque cualitativo aquí adoptado implica dos momentos: por un lado, un desarrollo de los marcos de referencia que permita dar cuenta de la formación del pensamiento liberal internacionalista, la sistematización de su núcleo teórico fuerte y su pertinencia para la comprensión de las relaciones entre la Política y el Derecho; por otro lado, un balance ponderado entre las propuestas, a partir del cual se logren establecer los elementos que han determinado las relaciones internacionales de competencia y cooperación entre los estados y otras agencias, así como el desgaste del sistema internacional y la urgencia de su revisión.

El liberalismo, en los términos más generales posibles, implica una actitud ante la vida y una reflexión consecuente sobre la misma, por lo que exhibe una marcada vocación teórico-práctica. En este sentido tiene una larga historia unida a la génesis y desarrollo de la modernidad. Las doctrinas referidas parten acá de las condiciones de la posguerra, en particular, de los procesos de constitucionalización basados en el apoyo consensuado a un derecho por principios. Así, no implican una visión general de las obras de Immanuel Kant, John Rawls o Hans Kelsen, sino un enfoque ponderado de su vocación internacionalista.

  1. La superación del estado de naturaleza internacional por medio de una federación de repúblicas libres

El pensamiento político de Immanuel Kant (1724-1804) es visto por los liberales como uno de sus pilares y portador en buena medida de su sentido auténtico. Encuentran en la fundamentación filosófica moral que propone un punto de partida irreductible de la doctrina liberal, a tal punto que no se entendería completamente sin ella, imprimiéndole su marcado carácter prescriptivo en cuanto deber ser del comportamiento individual y colectivo. Así, dado que el liberalismo apuesta por la demostrada capacidad racional del hombre como ser social y por la consecuente adecuación moral universal, interpreta en Kant una posición maximalista al establecer esa difícil pero innegable habilidad como parámetro o tipo ideal a partir del cual se diseña una organización racional de la vida social sobre el ejercicio institucionalizado de la Política, el Derecho y las relaciones internacionales.

El liberalismo de inspiración kantiana desde su mismo punto de partida muestra la tendencia a considerar al sujeto moral como ciudadano y no como súbdito -un gobernado sujeto a gobernantes-, y desde ahí lo insta a buscar los fundamentos de su acción desde la adecuada comprensión de sí como ser racional, libre y responsable. Este concepto de libertad situada deriva de la constatación de que todas las acciones del sujeto son políticas en cuanto tienen inevitablemente repercusiones públicas. Es decir, afectan a los demás para bien y para mal, y esto implica un discernimiento de las relaciones entre las esferas pública y privada del que el individuo es capaz en cuanto ciudadano que ejerce libre y públicamente su razón (Kant, 1998).

Por ello, el liberalismo de corte kantiano presenta como pilar para su propuesta el concepto de autonomía de la voluntad (Martínez, 2000, p. 16). Aunque la idea de libertad en cuanto capacidad de elegir lo que es moralmente correcto obedece a una construcción conceptual pura -o crítico-trascendental, como dice Kant-, las revoluciones burguesas y el mundo al que dieron lugar son un referente empírico, bastante parcial si se quiere, de ese impulso a actuar según exigencias morales; es decir, libremente, y lo mismo podría ocurrir con la llamada ‘garantía’ de paz perpetua. A este respecto, Kant sabe, por la constitución orgánica del hombre y de sus apetitos egoístas, que la mayor parte de sus acciones obedecen a la satisfacción de necesidades y ambiciones, y que esto ha conducido en varias ocasiones a una destrucción total (Troya, Cartago, Jerusalén, Tenochtitlán), pero también conoce la capacidad racional del hombre y apuesta por esta y por el respeto hacia la ley moral-jurídica, sobre todo en cuanto a sus posibilidades de desarrollo como especie histórica. Tales posibilidades surgen precisamente de las terribles confrontaciones, al final de las cuales vencedores y vencidos siguen encadenados entre sí. Así, de la superación de estas crisis ha emergido, de cuando en cuando, la lucidez que impulsa a la Humanidad sobre sus atavismos barbáricos.

Como es sabido, Kant parte de las condiciones para la constitución de un régimen democrático y republicano como requisito para el establecimiento de una relación pacífica entre estados que ofrezca una suerte distinta a “la paz de los sepulcros”. Él imagina una asociación o confederación libre entre repúblicas como resultado de un ‘contrato originario’ que supere al estado de naturaleza internacional, como aquel surgido del tratado de Westfalia y su defensa de la soberanía estatal bajo regímenes absolutistas y expansionistas que no reconocen más límite que su propio poder, es decir, basado en el no-derecho, y cuya superación implica en primer lugar un derecho concertado. Desde luego, lo que allí se concierta no es el estatuto de lo que es el Derecho sino la voluntad de someterse a sus principios, que son de carácter racional/universal; esto es liberalismo en su estado más puro (Jahn, 2006, pp. 89).

Esta posición teórica es consecuencia de dos aspectos distintivos de su pensamiento político: la relación mutuamente referente entre moralidad y legalidad- es decir, la ley jurídica como manifestación de la Ley moral universal-, y el problema, relacionado con la correlación anterior, referente a los juicios unilaterales y el uso abusivo del poder. De ahí que, si bien es cierto que los estados democráticos o repúblicas tienen el deber de orientar sus instituciones a la protección de las libertades públicas y privadas, y como consecuencia necesaria, asumir una conducta pacífica hacia otros estados, también lo es que las relaciones internacionales conducirán irremediablemente a la injusticia generalizada y a la guerra antes que a la paz perpetua, si obedecen al choque constante de los juicios unilaterales de cada estado bajo la amenaza de la fuerza, esto es, si perseveran en el estado de naturaleza. En su célebre frase, los juicios unilaterales universalizados en la política internacional conducirán a: “… una guerra de exterminio, que llevaría consigo el aniquilamiento de las dos partes y la anulación de todo derecho, [la cual] haría imposible una paz perpetua, como no fuese la paz del cementerio para todo el género humano” (Kant, 2012, p. 49).

Kant sabe que su propuesta de una federación pacífica basada en el derecho de gentes es una aproximación provisional y siempre incompleta a una constitución global auténtica -como expresión y fundamento de una ecúmene jurídica-, pero el ejercicio de pensarla, bien equivale a construir un modelo o tipo ideal desde el cual abordar las consecuencias perversas del estado de naturaleza y su superación a través de un instrumento jurídico que, aun limitado, permita que lo correcto (el derecho) no sea decidido a través de la fuerza (la ley del más fuerte o el no-derecho).

Por eso afirma:

Y este estatuto jurídico ha de originarse en algún contrato, el cual no necesita estar fundado en leyes coactivas -como el contrato origen del Estado-, sino que puede ser un pacto de asociación constantemente libre, como el que ya hemos citado anteriormente al hablar de una federación de naciones. Sin un estatuto jurídico que enlace activamente las diferentes personas, físicas o morales, caemos en el estado de naturaleza, en donde no hay más derecho que el privado. (Kant, 2012, p. 114)

Es por eso que la propuesta defensiva de Kant está hecha para proteger los limitados y frágiles logros de la federación pacífica, que renuncia al recurso de la guerra en el interior, pero no en el exterior. La alianza se ve amenazada por fuerzas centrífugas si los estados miembros incumplen los compromisos asumidos en condición de igualdad:

Este es el caso de la violación de los pactos públicos, de la que puede pensarse que afecta a los intereses de todos, cuya libertad se ve así amenazada y que se sienten provocados de este modo a unirse contra tal desorden y a quitarle el poder para ello. (Kant, 1993, p. 189)

Y también hay amenaza de fuerzas centrípetas originadas por una agresión exterior a la federación, fundada sobre los intereses unilaterales de la razón de Estado entendida como:

(…) aquélla cuya voluntad públicamente expresada (sea de palabra o de obra) denota una máxima según la cual, si se convirtiera en regla universal, sería imposible un estado de paz entre los pueblos y tendría que perpetuarse el estado de naturaleza. (Kant, 1993, p. 189)

Este trabajo conceptual es importante porque permite hacer las precisiones con las que analizar el funcionamiento de la política real (Realpolitik) que Kant conoce y a la que no se resigna, proponiendo a la conciencia histórica de la humanidad una alternativa racional-maximalista fácil de adscribir desde el pensamiento, pero difícil de poner en práctica por sus implicaciones en cuanto a transacción de intereses inmediatos y cesión de soberanía. Así, resulta preciso distinguir entre:

  1. La acción de cada estado para superar el estado de naturaleza porque es una situación de injusticia en sí misma, aliándose con una federación con intereses superiores, lo que implica algún grado de cesión de soberanía, y establecida mediante un pacto que en cuanto tal excluye, por principio, el uso de la fuerza -pues no se puede obligar a ningún estado a formar parte de la liga, así como ninguna afiliación está garantizada si el aspirante no cumple con las condiciones que impone la alianza.
  2. La relación subordinada de la fuerza a la Política y de esta al Derecho dentro de la alianza, ya que uno de los principios fundamentales de esta, además de las ventajas de la federación por sí mismas, establece que la sola fuerza coercitiva nunca garantiza una jurisdicción universal del imperio de la ley, sino que precisamente la abstención institucional frente al recurso ordinario a la coerción estimula a todos los estados para acordar un marco legal que sirva como primera medida para la solución de conflictos dentro de la federación, amparado por tribunales a los que resulta obligatorio comparecer y acatar.
  3. El uso de la fuerza para hacer frente a un enemigo que ataca injustamente, obedeciendo a juicios unilaterales propios de un despliegue ilimitado de la soberanía en el estado de naturaleza, en cuyo caso es considerado como una amenaza común para la alianza que así actúa de forma mancomunada y nunca unilateral.
  4. La diferencia fundamental entre la persecución de los propios intereses según la ley del más fuerte -o, según Kant, la imposición de juicios arbitrarios y siempre de carácter privado que no resisten un análisis racional- y la disposición de la fuerza al servicio del derecho sólo en función disuasiva; esto es, como un instrumento pasivo orientado a la convivencia civilizada en cada estado y en la federación (Jahn, 2006, p. 91).
    Cuando Kant presenta su elaborado y preciso análisis aparentemente irrealizable, está apelando a la capacidad racional de sus contemporáneos, sobre todo de los gobernantes, al mostrar las limitaciones de un estado salvaje, no político, en el que el débil está condenado a perecer o a ser esclavizado, en una condición internacional infrahumana que no obedece a una federación entre iguales sino a un sometimiento colonialista injustificable. De ahí que su alternativa apele a un despliegue de la razón en la Historia -que redime a los humanos de su simple animalidad- y apueste por un escenario en el que los estados “resolverían sus conflictos de un modo civilizado, digamos por un proceso, y no de una forma bárbara (como los salvajes), es decir, mediante la guerra” (Kant, 1993, p. 191).

Y aunque una federación de alcance mundial construida por la adhesión voluntaria de sus miembros, que reconocen la autoridad de sus principios y la superioridad de los intereses colectivos -y de manera fundamental, la paz perpetua-, resultaba un ideal francamente inalcanzable aun para el mismo Kant, por lo menos su investigación como tipo ideal deja claro que cualquier juicio unilateral respaldado por la amenaza de la fuerza o por su ejercicio real, nunca podrá ser confundido con el derecho auténtico, ese que constantemente es sometido al principio de publicidad. De ahí que solo el juicio político de esta República kantiana universal detente la autoridad moral para determinar lo que es correcto, pues su capacidad de juzgar le viene de un despliegue máximo de la Ley moral universal que se revela históricamente a la razón colectiva.

Desde este punto de vista, el liberalismo se entiende como un proyecto ético político y al que la fundamentación kantiana da peso específico, en particular con respecto a un derecho internacional de inspiración liberal en sus principios, el más importante de los cuales postula la centralidad del sujeto político ilustrado; es decir, el ciudadano definido por la plena capacidad de cumplir con su deber -pues se tienen derechos aun sin ser ciudadano-. Esta apuesta en la capacidad moral-racional de la humanidad tiene como presupuesto, preciso es reiterarlo, la ambición expansionista de los estados cuya conducta no obedece directamente a principios morales justificables. Kant es contundente al respecto:

La paz perpetua (el fin último del derecho de gentes en su totalidad) es ciertamente una idea irrealizable. Pero los principios políticos que tienden a realizar tales alianzas entre los estados, en cuanto sirven para acercarse continuamente al estado de paz perpetua, no lo son, sino que son sin duda realizables, en la medida en que tal aproximación es una tarea fundada en el deber, y por tanto, también en el derecho de los hombres y de los Estados. (Kant, 1993, p. 190)

Pero justamente en tal atención a la realidad de las acciones humanas y sus consecuencias radica el desafío de la propuesta y su voluntad de indicar un norte a la Humanidad, si quiere sobrevivir y además vivir dignamente: “Los fines justos no pueden ser realizados por medios violentos o precipitados, sino que deben ser constantemente aproximados como oportunidades favorables presentes en sí mismos” (Kant, 2012, p. 97).

Por lo que los ciudadanos y sus representantes, como agentes del destino común, no pueden excusar su responsabilidad a la hora de tomar las decisiones correctas y prevenir sus consecuencias contando con la natural falibilidad humana que, en su aspecto positivo, exhibe una increíble capacidad de adaptación. Así:

Romper los lazos políticos que consagran la unión de un Estado o de la federación antes de tener preparada una mejor constitución, para sustituirla a la anterior, sería proceder contra toda prudencia política, que en este caso concuerda con la moral. Pero es preciso, por lo menos, que los gobernantes tengan siempre presente la máxima que justifica y hace necesaria la referida alteración. (Kant, 2012, p. 99)

Se evidencia que el problema del liberalismo, que incluye la guerra, en realidad va mucho más allá de esta, de sus causas, desarrollo y consecuencias; implica la opción misma de acudir a ella como último recurso y una vez justificada, limitar su desenlace al cumplimiento de su objetivo, que no puede ser otro que la restauración de la paz. Esta directriz se basa en la convicción fundamental de Kant de que los pueblos poseen un ‘sublime’ potencial para realizar sus facultades de razonamiento y moralidad en la Historia (Jahn, 2006, p. 94).

Estas apreciaciones son el punto de partida filosófico para los trabajos en esta materia de Hans Kelsen y John Rawls.

  1. De la federación mundial a la civitas maxima

El liberalismo de corte kantiano, con su énfasis en el compromiso de los estados hacia la paz perpetua y en la responsabilidad ciudadana a partir del ejercicio cotidiano de su libertad, permaneció desatendido en su época y tuvo aún que esperar. Uno de sus más destacados seguidores fue Hans Kelsen (1881-1973), considerado el padre intelectual del positivismo jurídico con sus principios de vigencia, validez y eficacia de la ley, procedimiento y jerarquía normativa, unidad del ordenamiento y seguridad jurídica -y en este sentido ‘liberal’.

La trayectoria vital y moral de Kelsen lo lleva a acompañar su reflexión sobre el positivismo jurídico con una indagación igualmente intensa sobre un régimen político afín a él, ya que supo por experiencia que la mayoría de los gobiernos ven al Derecho como una molestia a ser superada. De ahí que en su primera etapa, Kelsen enfocara sus dardos a una discusión con el comunismo, su etapa media la dedicara a una caracterización de la democracia como procedimiento y no solo como multitud o decisión mayoritaria -en un enfoque crítico de la ‘opinión pública’ cuya naturaleza es cambiar-y, ya al final de su vida y con la experiencia de la Segunda Guerra Mundial, es invitado a integrar las comisiones preparatorias para el lanzamiento de la ONU y el nuevo Derecho Internacional. En su absoluta convicción de que la paz no es posible sin el Derecho y, dadas las desastrosas consecuencias de la guerra tecnológica, de que este requiere condiciones políticas internacionales para su implementación, Kelsen actualiza el viejo ideal de la paz perpetua que había asimilado desde sus primeros años en Viena y que amplía en esa especie de testamento doctrinal que es La paz por medio del derecho (Kelsen, 2008).

Fue así como Kelsen, siguiendo a Kant, se vio en el deber de asumir una posición política definida, considerando sin ambigüedad que la libertad es el valor de la democracia y el parámetro que la identifica como forma razonable de gobierno; pero el ejercicio efectivo de las libertades presupone un diseño adecuado de instituciones de control y una cultura política abierta, pluralista, cosmopolita y respetuosa de las tradiciones, en ese diálogo permanente que caracteriza al sistema parlamentario. Por lo tanto, la sociedad abierta, en cuanto espacio de la libertad, dirime sus conflictos mediante la competencia democrática y la acción del tribunal constitucional que limita el ejercicio del poder, más allá de los intereses inmediatos y del natural conflicto social. La convicción kelseniana con respecto al potencial de la razón, la libertad, la tolerancia y la dialéctica entre derechos y deberes aparecía como dramáticamente anacrónica en una época de catástrofe generalizada y radicalismo nacionalista (Lagi, 2007, pp. 180-187).

El segundo momento en la reflexión jurídicopolítica de Kelsen, que se corresponde con su segunda fase biográfica en los Estados Unidos, parte del esquema general ya presentado y lo proyecta hacia el Derecho Internacional, aquél cuya ausencia se había hecho notar en la primera mitad del siglo XX y que ahora, al final de la Segunda Guerra Mundial y el apogeo de la Guerra Fría, resultaba valorado en razón de su absoluta necesidad – provocando un relanzamiento de la tradición liberal cosmopolita desde Kant hasta Rawls. En todo caso, los supuestos fundamentales de Kelsen son los mismos del actual liberalismo internacionalista transido por la guerra y que postula como principios distintivos la instauración y conservación de un espacio para la libertad, el equilibrio entre derecho público y privado, y las condiciones de posibilidad de una jurisdicción internacional.

Así, el problema fundamental del Kelsen maduro está relacionado con las condiciones de la paz y de la guerra; en su empeño -plasmado en esos textos fundacionales que son La paz por medio del Derecho (1942), Derecho y paz en las relaciones internacionales (1943), Principios de Derecho Internacional (1944) y El derecho de las Naciones Unidas (1950)- propone, en primer lugar, una consideración sobre el carácter axiológico de la paz como “estado de cosas”, preocupación a partir de la cual implementar en la práctica las condiciones para una paz permanente y estable. Es decir, Kelsen sigue a Kant en su indagación del pacifismo primero en el campo teórico -como imperativo categórico, deber ser o tipo ideal- y después en la proyección de su sentido en cuanto principio universal del Derecho y de la política internacional (Kelsen, 2012, pp. 59ss).

En la perspectiva interpretativa que aquí se sigue, las obras de madurez de Kelsen intentan llenar un vacío de la doctrina contemporánea con respecto a la estrecha pero compleja relación entre el Derecho y la Política, frente a la cual procede desde la necesaria dilucidación científica hacia una detallada prescripción de sus manifestaciones prácticas2. Dado que él anticipó el papel central que jugaría el Derecho Internacional tras la guerra, le auguraba una doble tarea: la consolidación de su estatuto científico -que lo separaría del debate propiamente político- y su justificación razonable como forma de organización que condiciona el uso legítimo de la fuerza, que precisaría sus relaciones con la Política. Esto es, como recurso insustituible para la diplomacia y para la configuración de un orden internacional relativamente independiente. Así, concede al Derecho una palabra fundamental y fundamentada con respecto a las condiciones de posibilidad para una paz permanente entre las naciones, búsqueda que involucra dimensiones distintas y mutuamente referentes, como son (Kelsen, 2008, p. 2012):

Una organización interna de los estados respetuosa de las libertades y derechos fundamentales.

El carácter político y jurídico de las relaciones y conflictos internacionales.

El diseño de mecanismos civilizados y realistas para atender las diferencias entre los estados.

La generación de foros para establecer e implementar tratados.

La transformación del concepto y ejercicio tradicionales de la soberanía nacional estimulada por los tratados.

El estatuto y autoridad de los tribunales internacionales como sustituto inmediato del recurso a la fuerza.

Su organización técnica-procedimental como garantía de imparcialidad.

Al respecto cabe reiterar que la posibilidad del recurso a la guerra no es entendida por Kelsen en cuanto problema estrictamente político/moral como en Kant, sino que lo desplaza de manera pragmática hacia su fundamentación jurídica que le otorga legitimidad obviando la discusión moral que ya estaría allí resuelta o justificada. Así, en primer lugar, una vez que el recurso a la fuerza resulta estatuido jurídicamente en cuanto sanción, ello trae como consecuencias obvias su prohibición en cuanto recurso inmediato y su uso restringido a la autorización por parte de organizaciones y tribunales internacionales. Kelsen entiende la “guerra justa” solo en cuanto despliegue del uso legal de la fuerza o guerra conforme al Derecho, de manera que, sin tal autorización como sanción, toda guerra resulta contraria a Derecho o ilegal. Entonces, el modelo de la Teoría Pura tiene el mérito de discernir el sentido de legalidad e ilegalidad gracias a su estricta comprensión de la guerra como reacción jurídica frente a una violación del Derecho Internacional. Este es el tema que obsesionó a Kelsen y con el cual robusteció el liberalismo de corte kantiano, expresado en su reconocida cita:

Hay verdades tan evidentes por sí mismas que deben ser proclamadas una y otra vez para que no caigan en el olvido. Una de esas verdades es que la guerra es un asesinato en masa, la mayor desgracia de nuestra cultura y que asegurar la paz mundial es nuestra tarea política principal, una tarea mucho más importante que la decisión entre la democracia y la autocracia, o el capitalismo y el socialismo; pues no es posible un progreso social esencial mientras no se cree una organización internacional mediante el cual se evite efectivamente la guerra entre las naciones de esta Tierra. (Kelsen, 2008, p. 35)

Ahora bien, Kelsen advirtió en su biografía los desastres que Kant había previsto para un orden mundial basado en el ejercicio de la soberanía estatal, y que anunció como una amenaza que terminaría involucrando a toda la humanidad. Ambos experimentaron el desarrollo del Estado-nación que se define ante todo como un estado de fuerza en su origen, pues si ya Maquiavelo había proclamado que un gobernante prudente debe lograr el equilibrio entre las armas y las leyes, el ejercicio de la “política real” no dejaba dudas de que en el interior, el ordenamiento jurídico expresaba la voluntad del gobernante como un poder capaz de imponerse. De tal manera que, si resigna este poder, resigna también al Derecho, y en el exterior debía adaptarse a las condiciones de un estado de naturaleza internacional en ausencia de derecho, en el que el estado se manifiesta como un mero despliegue de fuerza defensiva y ofensiva. Por eso Kelsen pudo advertir que, en el estado actual del desarrollo jurídico internacional, estar sin armas es -en cierto sentido-estar sin derechos (Kelsen, 2008).

Dadas las consecuencias, promueve el establecimiento de un tribunal que asuma el liderazgo en el desarrollo de la técnica jurídica y del aparato coercitivo como órgano central de todo el sistema del Derecho Internacional (Kelsen, 2008, pp. 47, 54; 2012, p. 83). Con ello, Kelsen aportaba un elemento fundamental para el ideal liberal de la defensa de los derechos -incluso los del más débil-, en este caso en el ámbito de las relaciones internacionales.

Ahora bien, él sabía de las dificultades de establecer, organizar y consolidar tal tribunal, sobre todo por la negativa de los estados fuertes, obstáculo político que se podía salvar volviendo al ideal kantiano ilustrado hecho posible por los principios de la ley moral universal. Así, el primer paso para ello se jugaba en la voluntad política de adoptar un tratado internacional, marco que involucrase el mayor número posible de estados, condición que estaba dada con la finalización de los terribles sucesos de la Segunda Guerra Mundial y la conciencia a que daban lugar.

Como puede verse, la propuesta de Kelsen no implica una simple trasposición del modelo estatal al internacional. Las diferencias no sólo son evidentes sino que aumentan sustancialmente con el desarrollo histórico: la configuración de los estados nacionales había implicado la consolidación del territorio y del mercado interno, a partir de los cuales se promovió un sistema cultural homogéneo que implicaba la necesaria unificación de las convenciones administrativas como el idioma y los sistemas de medidas; Kelsen constata que los tribunales funcionaron desde mucho tiempo antes de que fueran consolidados los órganos legislativos modernos, y aún después de eso siguieron funcionando como pilares insustituibles del nuevo modelo en cuanto únicos órganos competentes para la administración de justicia. Así, también en el orden internacional es factible que las instituciones y tribunales vayan creando y aplicando formas de Derecho que los estados suscriban como consecuencia de su práctica común y continuada, antes y después de la creación de un órgano legislativo internacional, si es que algo así puede llegar a ser posible. De esta manera, el tribunal central propuesto por Kelsen ha de aplicar tanto un derecho consuetudinario como un sistema normativo acordado y suscrito voluntariamente por medio de tratados, y -dada la centralidad inobjetable de los principios universales del Derecho como fundamento de todo este proceso- los jueces internacionales podrán invocarlos en caso de no encontrar normas claras para el caso concreto, o bien acoger la práctica de ex aequo bono si así lo aceptan las partes (Kelsen, 1965, pp. 259-312; 2008, pp. 110, 122-133).

Kelsen fue consciente desde su juventud de las implicaciones políticas del Derecho y del curso inevitablemente internacional que estas seguían -y en ello fue un discípulo fiel de Kant- como ideal, pues, no tanto para ser conseguido como para ser seguido, postula la civitas maxima como un complejo moral (en sentido kantiano), político, jurídico e internacional (institucional), constituida según los parámetros de un estado federal, con un parlamento mundial (como su instancia central en la que cada estado dispone de un voto), con departamentos administrativos (cuya competencia federal y estatal trabajan en armonía para el bien de la colectividad), y orientada, en fin, según principios de justicia que no es necesario inventar sino actualizar, a través del reto de su comprensión, aceptación y realización universal. Así, promoviendo la diversidad étnica y cultural como un valor y atendiendo a las extremas diferencias económicas y sociales como un antivalor, esta ciudad universal debe gestionar la unidad política en la diversidad de un gran territorio con todo tipo de tradiciones, lenguas y religiones, cobijadas con las mismas normas y procedimientos. Pero su carácter distintivo viene de la promoción de un Derecho que no sirve a cualquier fin, sino que tiene como única justificación la resolución pacífica de los conflictos, que son normales en cualquier sociedad compleja, para suscitar así una condición de paz estable entre las personas, los países y las culturas que se someten voluntariamente a él.

  1. La paz internacional por medio del derecho como utopía realista

Como es sabido, la teoría de John Rawls (1921-2002) parte de una hipotética, mas no irrealizable, situación original de negociación que permita a los involucrados tomar decisiones a partir de unos principios de justicia razonables, bien establecidos, claros y aceptables para todos; un acuerdo que sirva como soporte de reglas ciertas para resultados inciertos, y por ello confiables y valorables como fundamentales, aunque intangibles -filosóficos, si se quiere, y disponibles como posibilidad-. Como lo importante de este modelo -que históricamente se podría rastrear hasta la fundación de estados constitucionales- es imaginar la circunstancia ideal en la que los participantes (que no son grupos) logren efectivamente un acuerdo calificado y resistente a partir de la consideración imparcial de todos los puntos de vista, al final, dice Rawls, terminarán comprometiéndose con dos principios básicos de justicia (Rawls, 1995, p. 243; Gargarella, 2001, p. 39):

Cada persona ha de tener un derecho igual al esquema más extenso de libertades básicas que sea compatible con un esquema semejante de libertades para los demás.

Las desigualdades sociales y económicas habrán de ser conformadas de modo tal que, a la vez que se espere razonablemente que sean ventajosas para todos, se vinculen a empleos y funciones accesibles a todos por igual.

Este es el punto fijo desde el que Rawls propone el desplazamiento de su modelo para la construcción razonable de unos principios de justicia que soporten la estructura básica de una sociedad doméstica, hacia el acuerdo consensuado de principios para instancias de decisión que informen las instituciones internacionales. En términos generales, Rawls considera que el orden internacional ideal es un orden liberal; posición que ha suscitado una legión de críticos. Sin embargo, en esta investigación es más importante el esfuerzo por comprender la propuesta y sus posibles ventajas. Por eso resulta significativo señalar que en este punto Rawls encuentra dos problemas muy distintos:

  1. Una cosa es lidiar con sociedades que se podrían denominar “en transición”. Es decir, aquellas que enfrentan problemas estructurales que dificultan la implementación de instituciones estables, y que entrarían en el orden internacional en condiciones poco favorables para este orden (teoría de la adaptación). Aquí el desafío consiste en la manera de ayudar a estas sociedades para alcanzar las condiciones de una sociedad justa, bien sean liberales o jerárquicas. En este caso, la intervención obedecería a motivos de autopreservación del orden internacional, como pueden ser los casos de la llamada primavera árabe, los países del Este de Europa o Vietnam.
  2. Otra cosa muy distinta es lidiar con sociedades abiertamente hostiles a las disposiciones del orden internacional como lo propone Rawls. A estos casos se refiere como teoría del incumplimiento y el desafío, que incumbe a la autonomía relativa del orden internacional, consiste en encontrar la manera de afrontar los serios conflictos generados por esta situación -aquí resulta inevitable la referencia a regímenes atípicos como los de Corea del Norte o el Estado Islámico-.
    Esta situación exhibe varias perspectivas, bien sea que la potencialidad de conflicto se genere con una sociedad bien ordenada -jerárquica o liberal, que en cuanto tal, pertenece a la sociedad internacional- o con otro estado autoritario – es decir, entre estados que se niegan a cumplir con un derecho razonable de los pueblos-. En el primer caso, normalmente se acude a las instituciones internacionales que en situaciones extremas resuelven sancionar al infractor antes de la acción unilateral. En el segundo, que es menos común, bien se recurre a una negociación bilateral y sin mediación, o bien se recurre a la guerra – cuyo ejemplo característico sería el prolongado conflicto entre Irán e Iraq en la década de 1980. En resumen, el modelo de la posición original provee los procedimientos con los que identificar las condiciones justas dentro de las cuales las partes interesadas-como representantes de sociedades bien ordenadas, a partir de concepciones liberales de justicia-deben estipular las leyes para la cooperación entre los pueblos, perfilando así un destino compartido (Rawls, 1996, 2001).

A largo plazo, pues con este fin se establece el contrato, los interesados tienden a unirse y protegerse bajo el Derecho y las instituciones que comparten, considerándolas justas y beneficiosas para todos y para las generaciones venideras. De ahí que Rawls especifique unos requisitos mínimos para los candidatos a integrar este club de cooperación, a manera de atributos de democracia mínima que implican, i) elecciones regulares con participación de partidos alternativos, ii) un mínimo del diez por ciento de la población adulta habilitada para votar, iii) un parlamento de elección popular, y iv) independencia formal y real de las ramas del poder público. Sin embargo, Rawls encuentra que la mayor parte de las sociedades nacionales profesan tradiciones ajenas a la democracia liberal y que muchas de ellas han participado activamente en la instauración de dichas instituciones internacionales sometiéndose a sus procedimientos -observación que permite constatar igualmente los casos exitosos de creación de instituciones en países en vías de desarrollo, que muestran la idoneidad de esta forma de organización-. De ahí que se interese por describir sus características como “sociedades jerárquicas bien ordenadas” que, en cuanto tales, muestran una buena disposición para participar en una sociedad internacional fundamentada en un derecho de los pueblos: