Karin Silvina Hiebaum – International Press

El vínculo afectivo que se establece entre madres e hijos es esencial para el desarrollo psicológico, emocional y social posterior en los menores. A través de este lazo se regula el mundo emocional de los pequeños, además de facilitar el futuro establecimiento de las relaciones con los demás. Esta vinculación actúa como un factor de protección, siempre que se establezca de manera saludable, segura y estable.

“Existen muchas fórmulas que pueden facilitar el establecimiento de un tipo de apego seguro entre madres e hijos. Por ejemplo, que la figura de apego disponga de un buen repertorio de herramientas de gestión emocional propio supondrá el desarrollo de un modelo de referencia de manejo de las emociones. Es importante que los hijos perciban la disponibilidad física y, sobre todo, emocional de la madre en cualquier situación que interpreten como estresante o peligrosa. Esta relación puede fortalecerse a través de numerosas conductas como el juego compartido, la gestión de los conflictos en un clima de comunicación sereno y dialogante y la existencia de un sistema de normas flexibles y firmes, que ayuden a encuadrar al niño en su posición en la familia y en el mundo”, dice Lucía Martín Dueñas, psicóloga general sanitaria y terapeuta EMDR del Centro TAP. Tratamiento Avanzado Psicológico.

Por tanto, cualquier situación que genere en el niño la sensación de sentirse sentido, cuidado, acompañado y seguro, supondrá un fortalecimiento del vínculo entre madres e hijos.

“El vínculo requiere afecto, pero también estímulo para distanciarse de aquello que puede dejar al hijo atrapado (las pantallas son un ejemplo)”, señala José Ramón Ubieto, psicoanalista de la Universidad Oberta de Cataluña (UOC).

Influencias en la relación materno-filial

“Se sabe que los seres humanos tenemos una predisposición genética sobre la que los padres y las madres no pueden intervenir. Pero, además, las personas contamos con una predisposición psicológica sobre la que las madres intervienen incluso antes de nacer sus hijos. En este sentido, las experiencias vividas, las pautas educativas recibidas, las normas interiorizadas, la forma en la que se han ido trasladando los valores y principios morales desarrollados, el propio autoconcepto, la manera en la que se han reforzado los logros conseguidos o castigado los errores cometidos, influyen directamente en el desarrollo de la personalidad de los hijos”, relata la experta del Centro TAP.

Además, la opinión que las madres tienen de sus hijos influye directamente en la creación de su autoconcepto.

Por otro lado, las madres van construyendo su rol materno paralelamente al desarrollo de la personalidad de los hijos. Esta doble construcción supone la necesidad de ir asimilando necesidades personales, relacionales y emocionales para la consiguiente adaptación y conocimiento mutuo entre madres e hijos.

“Lo que transmitimos a los hijos es muy importante, con palabras y con nuestro modo de hacer. Luego están las vicisitudes de la vida, es decir, aquellos azares vitales como pérdidas y rupturas. Y el tercer elemento son las decisiones que cada uno va tomando ya de manera precoz”, enumera Ubieto.

¿Qué conflictos suelen surgir entre madres e hijos?

“Los conflictos que surgen entre madres e hijos no son muy diferentes a los que aparecen entre personas adultas”, afirma Martín, añadiendo que el momento evolutivo en el que se encuentre el hijo o hija determinará el grado de responsabilidad en el conflicto y en la solución del mismo.

Durante la infancia, es frecuente que las madres aprendan a gestionar las rabietas que los hijos tienen ante negativas concretas a sus deseos o provocadas por la dificultad de incorporar nuevos comportamientos o responsabilidades hasta entonces desconocidos por ellos (por ejemplo, hacer las tareas escolares).

Conforme van creciendo los conflictos adquieren otro cariz. Durante la adolescencia, es habitual encontrarse conflictos que empiezan a evidenciar la diferencia de criterio con los adultos, y también deseos de ser más autónomos y más libres cuando aún no tienen esa potestad para serlo. Es un periodo delicado porque tanto madres como hijos aprenden a conocerse y a entender que son diferentes. Surge la necesidad de ajustar las expectativas sobre las personas a las que queremos. En esta etapa, es determinante la forma en la que se resuelven los problemas: el lenguaje utilizado (verbal y no verbal) y los mensajes transmitidos. A veces, esto puede perdurar en el tiempo, y siendo adultos se mantienen ciertas dinámicas relacionales que siguen sin resolverse cuando no se adquieren las claves concretas para poder solucionarlo.

Por su parte, Ubieto comenta que los conflictos se centran en los procesos de separación que implican para madre e hijo aceptar que ese vínculo no puede ser total y cerrado. “Cómo separarse de buena manera y aceptarlo por los dos es la clave: adquirir hábitos y autonomía en la limpieza y los estudios, así como compartir responsabilidades”.

Cómo solucionar enfrentamientos

Según el psicoanalista de la UOC, hay que dirigirse siempre al adulto que está latente en cada niño. “Eso no quiere decir tratarlos como adultos, sino esperar lo mejor de ellos y no evitarles esfuerzos que puedan hacer. Enseñarles lo más deseable de la vida y, al tiempo, ayudarles a limitar sus excesos y dependencias prohibiendo cuando sea necesario. Los niños no se autorregulan, necesitan nuestro acompañamiento”.

Ante todo, es importante que cada parte asuma la responsabilidad del conflicto, recalca la psicóloga del Centro TAP. “La comunicación asertiva es la fórmula más eficaz para resolver cualquier discusión, siempre que se tengan claro las necesidades de una y otra parte. Evidentemente, la asunción de responsabilidad en la gestión del problema se ajustará al momento evolutivo en el que se encuentre el hijo”.

Así, Martín especifica que existen claves más concretas, tanto para las madres como para los hijos, que pueden ayudar a la resolución de los problemas:

Reconocer qué emoción se está sintiendo en ese momento.

Poder gestionar esa emoción individualmente (por ejemplo, tomando una distancia prudencial para, posteriormente, resolver el conflicto).

Empatizar con la otra parte.

Tener una buena predisposición para la resolución.

De esta manera, concluye la psicóloga, “se pretende que los conflictos sean vistos y vividos como una oportunidad de aprendizaje, maduración y cambio; y no como algo doloroso que es mejor evitar o se enquista en forma de lucha de poder. Afrontar de manera activa la resolución del conflicto siempre es beneficioso para que la relación entre madres y padres e hijos sea perdurable en el tiempo”.