Karin Silvina Hiebaum – International Press
“Los religiosos han luchado para mantener a Dios en la política, mientras los liberales han luchado por sacarle fuera, en el convencimiento de que la religión hace a los ciudadanos supersticiosos y fanáticos, y que relegar la fe a la esfera privada es la clave para que la política se desenvuelva en paz”. Naturalmente los religiosos se han resistido, al menos los ultras católicos y los fundamentalistas islámicos, que no quieren verse relegados al ámbito particular y se resisten a su posición como árbitros de las cuestiones políticas. La situación actual es la de un pluralismo religioso que las instituciones liberales deben respetar y que puede incluir alguna forma de ayuda a las confesiones y grupos religiosos, pues las demandas del multiculturalismo pueden tener una base religiosa; pero también las religiones tienen que adaptarse constantemente a las peticiones y presiones de la sociedad libre. Así, los inmigrantes obedientes a la sharia, en sus países de origen, tienen que admitir que la misma no tiene autoridad legal en la sociedad que los acoge. También los miembros de las religiones liberales, como el judaísmo reformista o el anglicanismo, se han acomodado a la cada vez más amplia variedad de opciones éticas presentes en la sociedad pluralista, así por ejemplo la legalización del matrimonio homosexual.
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La aceptación por el liberalismo de los fenómenos religiosos es consecuente con el propósito del liberalismo de resguardar los derechos de libertad, la libertad religiosa es uno de ellos, y de proteger cualquier modo de vida personal. Y ello, aunque la pretensión de los grupos religiosos tenga que ver con un compromiso totalizador u omnicomprensivo como el que se deriva de la fe.
La compatibilidad entre liberalismo y religión, se entiende mejor si se tiene en cuenta que los grupos religiosos pueden no ser los únicos que reclamen una lealtad completa de los ciudadanos, así por ejemplo los colectivos veganos o ambientalistas. Y que, de otro lado, la tolerancia liberal suele dejar fuera de discusión a las propias instituciones, lo que permitía a Herbert Marcuse, en tal caso, hablar de la “tolerancia represiva” americana. La resistencia al propio cuestionamiento liberal, llevaría a Schmitt a denunciar a esta ideología como un caso de teología política.
La sociedad liberal pretende capacitar a los individuos para que configuren sus vidas como ellos decidan. Y les da garantías de que pueden comportarse como quieran siempre que estén en juego sus posiciones o compromisos fundamentales, aunque ello suponga una excepción en las obligaciones ordinarias de los demás miembros de la sociedad: así un sij podrá llevar turbante en una motocicleta, pero no en una obra de la construcción; y los doctores católicos que aleguen objeción de conciencia no serán obligados a realizar abortos, o a las mujeres musulmanas a dar la mano a los hombres. Claro, que la transigencia de las instituciones liberales con las religiones no pondrá en cuestión el interés del Estado, y así la resolución de un crimen prevalecerá sobre el respeto por las creencias ortodoxas. Por lo demás, hay límites en las concesiones de la acomodación, de modo que muchas sociedades liberales no permitirán a los testigos de Jehová negar transfusiones de sangre a sus hijos si la vida del niño está en peligro. Y algunas autoridades locales establecerán nacimientos por Navidad, mientras otras no lo harán por respecto al pluralismo religioso.
La disposición del Estado liberal a conceder las acomodaciones referidas no puede hacer olvidar el auténtico sentido de las mismas, ni que la flexibilidad no se lleva a cabo de modo incondicionado o a costa de la renuncia del poder público a ofrecer determinadas garantías o el cumplimiento de ciertas funciones esenciales, podemos llamarlas si queremos, de soberanía.
En efecto, en primer lugar, la inclinación de la democracia a la flexibilidad no implica admitir que las creencias particulares religiosas sean ciertas o que tengan un valor intrínseco. Se admiten por la importancia en el desarrollo de sus vidas para los ciudadanos, como hemos dicho, y porque favorecen un clima de armonía social. En segundo lugar, el Estado no puede tolerar que se sustituyan sus leyes por normas dictadas por instancias religiosas o grupales, que fomenten la exclusión o el encapsulamiento social. En tercer término, el poder público ha de asegurar en todo caso que la integración en estas colectividades sea voluntaria, protegiendo el derecho de sus componentes a abandonar su pertenencia a las mismas. Una mujer que elige llevar velo o cubrir totalmente su cuerpo en público debería poder hacerlo, no importa lo que esto ofenda a la sensibilidad feminista occidental, pero siempre que la vinculación integral religiosa que subyace a este comportamiento sea elegido o consentido por ella, pero no si es forzado o “impuesto por los guardianes de la fe o por sus hermanos o maridos”. Aunque a las autoridades públicas no les corresponde establecer si las creencias religiosas privadas son asumidas libremente, “sí que tienen el derecho a determinar lo que se enseña a los niños con el dinero público”. Así, las escuelas públicas deberían enseñar la evolución, digan lo que digan los creacionistas, e incluso las escuelas privadas deberían enseñar a Darwin, de modo que sus estudiantes pudiesen aprobar los exámenes de Estado.
La inclinación de las instituciones liberales al acomodo religioso requiere para su comprensión, de acuerdo con Ignatieff, dos consideraciones que asumen cierta derrota ideológica del liberalismo, que creía, desde la Ilustración, que el racionalismo se impondría sobre la fe, pues los argumentos seculares estaban basados en la ciencia y la evidencia de los hechos, de modo que las pretensiones religiosas se confinarían a una escala privada cada vez menor. Lo cierto es, en suma, que no se ha confirmado la creencia de Croce en la imposición final de la libertad; ni tampoco la ilusión de Voltaire sobre la derrota inexorable de la superstición. Po lo demás, solo matizadamente puede compartirse la visión de Weber avalando la secularización y la racionalización de la sociedad liberal.
La verdad es, y esta sería la segunda conclusión de Ignatieff, que la sociedad liberal no puede ofrecer soluciones radiantes a los problemas de la humanidad, sino sólo soluciones provisionales y modestas: un Estado asistencial interventor que se propone la disminución gradual de la injusticia y el incremento de la prosperidad. Esto no convence a todo el mundo, especialmente a los que suspiran por un sentido de pertenencia colectivo “y lazos de unión más intensos con la tradición y la comunidad”. Persisten, sin duda, además de las cuestiones identitarias, problemas existenciales, así la explicación del sufrimiento y la muerte, que no pueden ser juzgados por la política, que necesitan otro curso, y aquí la religión desempeña un papel insustituible.