Jose Ingenieros: «Some approaches to moral strengths «

RESUMEN

José Ingenieros en el prólogo de su texto «Las Fuerzas Morales», advierte que su libro completa la visión panorámica de una ética funcional. «El hombre mediocre» es una crítica de la moralidad; «Hacia una moral sin dogmas», una teoría de la moralidad; «Las fuerzas morales», una deontología de la moralidad. Prevalece en todos el concepto de un idealismo ético en función de la experiencia social, inconfundible con los capciosos idealismos de la vieja metafísica.  
Sostiene que el hombre que atesora esas fuerzas adquiere valor moral, recto sentimiento del deber que condiciona su dignidad. Piensa como debe, dice como siente, obra como quiere. No persigue recompensas ni le arredran desventuras. Recibe con serenidad el contraste y con prudencia la victoria. Acepta las responsabilidades de sus propios yerros y rehusa su complicidad a los errores ajenos. Sólo el valor moral puede sostener a los que impenden la vida por su patria o por su doctrina, ascendiendo al heroísmo. Nada se le parece menos que la temeridad ocasional del matamoros o del pretoriano, que afrontan riesgos estériles por vanidad o por mesada. Una hora de bravura episódica no equivale al valor de Sócrates, de Cristo, de Spinoza, constante convergencia de pensamiento y de acción, pulcritud de condena frente a las insanas supersticiones del pasado.  
Marcar algunas comparaciones con el presente de nuestra Nación e intentar demostrar que el tiempo le ha dado o no la razón a Ingenieros es en parte el propósito de este aporte, de un pensador Argentino de fuste, guardado y olvidado en casi todas las bibliotecas de nuestro País.

Palabras Clave: Fuerza moral; Justicia; Dignidad; Solidaridad. 

INTRODUCCIÓN

José Ingenieros, nacido en 1877 y muerto en 1925, es uno de los escritores más difundidos en Latinoamérica desde su tiempo hasta el presente. Debe su popularidad a varios factores, no sólo a su obra escrita, sino también a su labor universitaria y muy especialmente al interés con que en toda ocasión escuchó a los jóvenes y los apoyo en sus aspiraciones de progreso cultural y social.  
Ingenieros compartió el pulso del mundo. Vivió y comentó con apasionado interés los acontecimientos mundiales de su época: la Revolución Mexicana de 1909, la Revolución Rusa de 1917, el movimiento Aprista en el Perú, y la Internacional del pensamiento creada en Francia por el grupo de intelectuales ¡Claridad!, que se formó en esa época.  
Es autor de diversas obras que en algún momento fueron de lectura obligatoria en nuestras escuelas: El Hombre Mediocre, Simulación de la Locura, Evolución de las Ideas en la Argentina, Las fuerzas Morales y otras.  
De la lectura de «Las Fuerzas Morales» surge que José Ingenieros intenta, según palabras de su prólogo, hacer una serie de «sermones laicos» que fueron publicados en diferentes revistas estudiantiles y universitarias entre 1918 y 1923, quinquenio que a su entender sería generador de un nuevo espíritu en nuestra América Latina.  
Cada generación renueva sus ideales, nos manifiesta el autor y la pregunta que nos hacemos es: ¿las nuevas generaciones, los renovaron, los mantuvieron, los cambiaron o los perdieron?  
Este es de alguna manera el objetivo de esta ponencia a la luz de alguna de las virtudes que plantea Ingenieros, tratar de bucear en nuestros días qué ha pasado con aquellos valores y su nueva interpretación, en particular tomaremos: el trabajo, la justicia, la solidaridad, la dignidad, la moral.  
Buscaremos en primer lugar exponer lo que pensaba Ingenieros sobre esos temas en «Las Fuerzas Morales» para luego abordarlos desde nuestra realidad.

METODOLOGÍA DE TRABAJO

Buscaremos trabajar con algunas categorías que marca el autor desde su posición evolucionista, moderna y positivista, que a nuestro entender han caracterizado a todos sus trabajos, por lo que ha merecido en muchos casos duras críticas. 

EL TRABAJO

«El derecho a la vida está condicionado por el derecho del trabajo. Todo lo que es orgullo de la humanidad es fruto de su trabajo. Lo que es bienestar y lo que es belleza, lo que intensifica y expande la vida, lo que es dignidad del hombre y decoro de los hogares y gloria de los pueblos, la espiga, el canto, el poema, todo ha surgido de las manos expertas y de la mente creadora. El trabajo da vigor al músculo y ritmo al pensamiento, firmeza al pulso y gracia a las ideas, calor al corazón, temple al carácter. La perfección del hombre es obra suya. Sólo por el consigue la libertad y depende de sí mismo, afirmando su señorío en la Naturaleza.  
El trabajo es un deber social. Los que viven sin trabajo son parásitos mal sanos, usurpando a otros hombres una parte de su labor común. La más justa fórmula de la moral social ordena imperativamente: «el que no trabaja no come». Quien nada aporta a la colmena no tiene derecho de probar la miel.  
Estas afirmaciones aparentemente tan duras para nuestra época, hoy tienen el siguiente correlato…» 

ACTUALES POSTURAS 

Paralelamente a la familia, las sociedades modernas industriales han dado brillo ejemplar al valor del trabajo. En el curso del siglo XIX, burgueses puritanos y espíritus laicos, socialistas y liberales compartieron la misma religión del trabajo, todos entonaron el mismo canto «en nombre del Dios Progreso, el primogénito del trabajo», como escribía Paul Lafargue. Los puritanos protestantes vieron en la tarea profesional un deber asignado por Dios, el medio más apropiado para dar la certidumbre de la gracia. Las corrientes republicanas magnificaron el trabajo, expresión cotidiana de la solidaridad de cada uno hacia todos, necesaria para la realización del progreso indefinido de la humanidad. Mientras los ingleses se vanagloriaban de ser «las abejas trabajadoras de la colmena mundial», la escuela de la República Francesa se afirmaba como la enseñanza del trabajo y así en todos los países que se llamaban desarrollados.  
La fe en el trabajo civilizador y liberador ocupa el centro del discurso social, la pereza es un «crimen social» que crea un peligro para el que se entrega a él y para la colectividad de la que es miembro, cada uno debe pagar su deuda social y contribuir al desarrollo de la especie humana y de la nación. El trabajo se imponía en todas partes como el ideal superior, una ley moral imperativo del hombre y del ciudadano.  
¿Dónde estamos en la actualidad? Se ha producido un cambio considerable que ha trastocado esta configuración bipolar del trabajo, simultáneamente moralista y materialista, rigorista y cientificista, idealista y racionalista. El desarrollo de los valores individualistas-hedonistas-consumistas por un lado, los nuevos paradigmas de la dirección empresarial por el otro, han sido las puntas de lanzas del advenimiento de una nueva «significación imaginaria» del trabajo, de una cultura posmoralista y postecnocrática del trabajo.  
En los últimos veinte años, millones de personas en Europa, Estados Unidos, América Latina, África y otras regiones consideran que tener un buen trabajo es un privilegio. El fantasma es ahora la desocupación.  
Hacia 1850 el horario de trabajo en las fábricas textiles de Manchester superaba las sesenta horas semanales. Muchos niños eran explotados entre diez y doce horas por día. Los socialistas pedían jornadas de ocho horas y seis días de trabajo para los adultos y menos horas para los menores a fin de que pudieran ir a la escuela. Cien años después las fábricas textiles producían varias veces más, con menos personas, trabajando menos tiempo. Los sindicatos hoy luchan para que no se reduzcan las jornadas o las horas de trabajo y para que no cierren las fábricas.  
Entre 1950 y el 2000 la productividad se incrementó aún más con la automatización y robotización del trabajo. Y siguieron disminuyendo drásticamente los empleos. Las operaciones bancarias se informatizaron, del mismo modo que la mayor parte de las operaciones administrativas. Las biotecnologías van a tener un impacto creciente sobre la producción de alimentos y seguramente continuarán afectando el empleo rural.  
Así como es preciso diseñar nuevos modelos de desarrollo económico y tecnológico, también necesitamos repensar la función del trabajo en la civilización actual. Actuar y pensar como si el desempleo fuera un problema transitorio o superable si alcanzamos un ritmo de crecimiento adecuado, es una ilusión peligrosa. Brasil ya demostró que se puede crecer sin resolver el problema de la miseria y el desempleo. Argentina, en una escala menor pero ilustrativa lo está demostrando también. Las variables en juego (crecimiento demográfico, automatización del trabajo, incremento de la productividad con menos trabajo) muestran que hay que admitir el desempleo estructural.  
El desempleo tiene efectos nefastos porque influye en los ingresos de la gente, en su estabilidad personal y familiar, y en el equilibrio de la sociedad que se ve cada vez mas sacudida por las reacciones marginales o terroristas de aquellos que se sienten excluidos de la integración social.  
La edad de los grandes ideales colectivos se ha eclipsado en beneficio de los «campeones y héroes de la innovación», del culto posmoralista de los «winners», de la pasión individualista por excelencia, del placer de vencer y salir adelante por uno mismo. Con la ética de la excelencia, continúa el proceso de «desmoralización» del trabajo: metamorfoseado en «desafío, juego y deporte». El trabajo ya no está al servicio de una finalidad superior sino de la empresa y de las pasiones neoindividualistas sin objetivo ni trascendencia.

LA JUSTICIA / LA SOLIDARIDAD

«La justicia es el equilibrio entre la moral y el derecho. Tiene un valor superior al de la Ley. Lo justo es siempre moral; las leyes pueden ser injustas. Acatar la ley es un acto de disciplina, pero a veces implica una inmoralidad; respetar la justicia es un deber del hombre digno, aunque para ello tenga que elevarse sobre las imperfecciones de la ley».  
Los intereses creados obstruyen la justicia. Todo privilegio injusto implica una inmoral subversión de los valores sociales.  
Loados sean los jóvenes que izan la bandera de justicia para aumentar en el mundo el equilibrio entre el bienestar y el trabajo. Sin ellos las sociedades se estancarían en la quietud que paraliza y mata; la cristalina corriente del progreso, que jamás se detiene, tornaríase mansa estabilidad de pantano que asfixia.  
Afortunados los que conciben más justicia, los que por ella trabajan, los que por ella luchan, los que por ella mueren. Son plasmadores de porvenir, encarnan ideales que tienden a realizarse en la humanidad.  
La solidaridad es armonía que emerge de la justicia.  
Donde falta justicia no puede haber solidaridad; sembrando la una se cosecha la otra.  
La solidaridad se desarrolla paralelamente a la justicia. En las sociedades bárbaras, la lucha por la vida depende del desequilibrio entre las partes; este se va equilibrando en las sociedades civilizadas y aparece la asociación en la lucha del bienestar común. La justicia obra eliminando los privilegios no sustentados en el mérito, que se mide por la utilidad social de las funciones desempeñadas.  
El desequilibrio social engendra violencia.  
Cuando alguna parte de un todo se hipertrofia a expensas de las otras, la unidad funcional se altera y el juego de las recíprocas interacciones tórnase desatinado y funesto. Toda violencia es efecto de unas causas; sólo puede suprimirse reparando el desequilibrio que la engendra.  
La fe en la justicia de los demás es necesaria para no vivir como entre enemigos; el egoísmo, la avidez, la avaricia, la usurpación, el robo, nacen de la falta de confianza y provocan la violencia, que es un efecto de la injusticia, aunque a su vez sea injusta.  
La solidaridad crece en razón directa de la justicia…»

ACTUALES POSTURAS

Pensar la justicia hoy equivaldría a: «Establecer y observar leyes justas en el ámbito local, nacional e internacional, regulada por instituciones basada en los ideales democráticos. Mientras haya impunidad, no podrá remediarse los desequilibrios que afectan a la humanidad en su conjunto».  
En el momento mismo en que desde todas partes aumenta la angustia de la degradación moral, nuestra época ya no tiene fe en el imperativo de vivir para el prójimo, en el ideal preponderante del semejante. El individuo contemporáneo no es más egoísta que el de otros tiempos, expresa sin vergüenza la prioridad individualista de sus elecciones. Lo nuevo aquí ya no es verdaderamente inmoral pensar sólo en uno mismo, el referente del yo ha ganado carta de ciudadanía, o sea el entusiasmo suscitado por los shows de la bondad católica. Es verdad que son numerosos los padres que desean que los docentes puedan volver a dar formación ética y ciudadana. Pero ¿qué significación hay que darle a este deseo cuando se comprueba el hundimiento de la moral en los valores trasmitidos por los padres y la poca autoridad que tiene hoy el deber de consagrarse a los otros? La honestidad, la cortesía, el respeto a los padres: sin ninguna duda. ¿La obligación de darse? ¿El sacrificio propio? Con seguridad, no. En nuestras sociedades, el altruismo erigido en principio permanente de vida es un valor descalificado, asimilado como está a una vana mutilación del yo: la nueva era individualista ha logrado la hazaña de atrofiar en las propias conciencias la autoridad del ideal altruista, ha desculpabilizado el egocentrismo y legitimado el derecho a vivir por uno mismo.  
Terminada la severidad de la obligación moral, se da paso a los fuegos de artificio de los gestos generosos transformados en ingredientes del espectáculo. La tele-caridad es inseparable de la excitación que procura la grandeza de los buenos sentimientos y el suspenso de los tanteos, la caridad y la solidaridad así entendida se ha convertido en uno de los mas mediáticos espectáculos contemporáneos payándose en la lógica de la hazaña: hazaña de la suma recogida, hazaña de la movilización general. «Olimpíadas de la solidaridad», «Maratón de la beneficencia», «competencias del corazón». Hay algo de competencia en estos Show filantrópicos que vibran a la espera de records, de la curiosidad de las relaciones humanitarias, de la efervescencia de las acciones continuadas.  
En los términos planteados por Amartya Sen, premio Nóbel de Economía, no existe hambre por que falten alimentos sino porque vastos sectores sociales no pueden acceder a ellos. Es la típica situación argentina: muchas personas no acceden a los alimentos. Difiere de los casos donde no existen disponibilidades alimenticias suficientes, como en algunos países africanos. Se observa críticamente el enfoque de los organismos internacionales, en la medida que se esfuerzan casi exclusivamente por impulsar el aumento de la producción agropecuaria sin considerar las capacidades de las personas para acceder a ella.  
En la Argentina se eclipsó la capacidad de los ciudadanos para acceder a los alimentos; utilizando los conceptos de Sen, hubo una significativa pérdida de habilitaciones y derechos ciudadanos. Esto se debió, por unas parte, a los arreglos institucionales enmarcados en el modelo neoliberal; los ajustes estructurales aplicados en el país tales como la desregulación económica, las privatizaciones que generaron desocupados, etc. En segundo lugar, influyó el modelo agroalimentario o agro industrial configurado durante estos últimos años en los enmarques anteriores. Se trata de un modelo dominado por grandes empresas transnacionales y por la tecnología que controlan. Basta señalar los espacios que fueron ocupando los grandes supermercados en la distribución final de los alimentos y la fuerte concentración económica tanto en la etapa de provisión de insumos como en el procesamiento industrial. Estas transformaciones en el sistema agroalimentario incidieron sobre el aumento de los precios de los alimentos básicos, y por consiguiente, sobre la caída de los salarios e ingresos reales de población. Sumando a todo ésto, la desocupación, la ineficiencia de las políticas sociales y los profundos cambios en la estructura social agraria, en la vida social y económica de pequeñas ciudades y pueblos del interior, la paradoja resulta no ser tal. Se trata de decisiones de política económica o políticas generales.  
Pero que en ningún caso tienen en cuenta la justicia y mucho menos la solidaridad.

LA DIGNIDAD / LA MORAL

«No merecen llamarse libres los que declinen su dignidad. Con temperamentos mansos se forman turbas arrebañadas, capaces de servir pero no de querer.  
La dignidad se pierde por el apetito de honores actuales, trampa en que los intereses creados aprisionan a los hombres libres; solo consigue renunciar a los honores el que se siente superior a ellos  
No es digno juntar migajas en los festines de los ricos. Si jóvenes, deshonran su juventud, la traicionan prefiriendo la dádiva a la conquista. Juventud que se entrega es fuerza muerta y pierde el empuje renovador.  
La burocracia es una podadora que suprime a los individuos todo brote de dignidad. Uniforma, enmudece, paraliza.  
La independencia moral es le sostén de la dignidad. Si el hombre aplica su vida al servicio de sus propios ideales, no se rebaja nunca. Puede comprometer su rango y perderlo, exponerse a la detracción y al odio, arrostrar las pasiones de los ciegos y la oblicuidad de los serviles, pero salva siempre su dignidad. Nunca se avergüenza de si mismo, meditando a solas.  
La moral se renueva como la experiencia social. No se ciñe a principios quiméricos que pudieran suponerse demostrados una vez para siempre, pues en cada tiempo y lugar se coordinan diversamente las relaciones entre los hombres. Los criterios de obligación y sanción se vivifican sin cesar, regulando la adaptación del individuo a la sociedad y de esta a la naturaleza, en el ritmo que varía al compás de la naturaleza.  
El sentimiento de una obligación moral no es categoría lógica ni mandamiento divino; existe como producto de la convivencia y engendra sanciones efectivas en la conciencia social.  
Cada era, cada raza (etnia), cada generación, concibe diversamente las condiciones de la vida social y renueva en consecuencia los valores morales.  
Los dogmas son obstáculos al perfeccionamiento moral. Los hombres de cada época adoptan su personalidad a relaciones sociales que incesantemente se renuevan. Asisten a transformaciones del mal en bien, del bien en mal; la moralidad y la inmoralidad son muy distintas en la Ilíada, en la Biblia y en el Corán. Frente a esa inestable realidad es absurdo concebir la permanencia de dogmas abstractos que se pretenden eternos y absolutos.  
Los dogmatismos tradicionales son grillos que en vano pretenden paralizar la eterna renovación de los deberes y de los derechos.  
En cada renovación aparecen gérmenes de nueva moralidad. Cada hombre joven debe buscar en torno suyo los elementos de renovación que incesantemente germinan, cultivándolos en sí mismo, alentándolos en los demás…» 

ACTUALES POSTURAS

El hecho de que las naciones contemporáneas hayan sido capaces de establecer, a pesar de sus diferencias y conflictos, un código internacional de derechos humanos constituye un salto en la dignidad de las personas y en la formación moral de la humanidad. Evidentemente ésto se relaciona también con la evolución del pensamiento, con el progreso social y con la expansión de las libertades.  
Una gran paradoja de las sociedades contemporáneas es que mientras por un lado eclosionan las libertades individuales induciéndonos a creer que ya no hay reglas comunes, por otro lado, en las últimas décadas se ha alcanzado un acuerdo universal respecto a la idea de dignidad humana.  
Si en la ética personal encontramos una multiplicidad infinita de valores muchas veces contradictorias, en lo relativo a los criterios morales que deben regir los sistemas políticos y sociales encontramos un sorprendente consenso en torno a los enunciados a los derechos humanos. Más sorprendente aún porque este consenso fue elaborado fundamentalmente en las décadas de la «guerra fría» (1950-1990). O sea, en un momento de gran confrontación social, política, cultural, y militar (comunismo versus capitalismo; clase obrera versus burguesía; Tercer mundo versus Primer mundo; Occidente versus Oriente; nacionalismos versus colonialismos; secularismos versus religiones y otras oposiciones nacionales e internacionales.  
El hecho es que a partir de la primera Declaración Universal de los Derechos Humanos, formulada por Naciones Unidas en 1948, surgieron sucesivas declaraciones y convenios internacionales sobre derechos individuales, sociales, económicos, ecológicos y culturales Cada uno de estos documentos dio lugar a numerosos encuentros de representantes de diferentes culturas, religiones, ideologías, naciones y sistemas políticos. El Código Internacional de Derechos Humanos representa el máximo consenso que jamás se haya alcanzado en la humanidad respecto a sus principios morales básicos.  
Para entender cómo aparentemente se logró este consenso sobre las ideas que conformaron la nueva concepción de dignidad humana que se plasmaron en diferentes declaraciones a los largo de la segunda mitad del siglo XX, deberíamos tener en cuenta dos fuerzas aparentemente contradictorias.  
Por un lado, las luchas contra todas las formas de dominación: explotación de los trabajadores, opresión política, discriminaciones raciales o sexuales, totalitarismos ideológicos, colonialismos, etc.  
Por otro lado, la construcción de nuevos consensos a través de la instituciones políticas: estado de derecho, democracia política, solidaridad social, seguridad social, protección de la salud, escolarización.

CONCLUSIÓN

De forma paralela a la depreciación social de los deberes individuales, las sociedades actuales han renunciado ampliamente a profesar el imperativo incondicional de honrar los deberes de la moral interindividual y nuestra sociedad acompaña dicho proceso.  
En la actualidad son raros los lugares y momentos en que vibre la obligación de consagrar la vida al prójimo: mientras que las conminaciones categóricas a hacer el Bien han sido suplantadas por las normas del amor a sí mismo, los valores altruistas han dejado de ser evidencias morales a los ojos de los individuos y de las familias. En nuestras sociedades, las informaciones, el ocio, los consejos del bienestar están más presentes que la exigencia de cumplir con nuestros deberes. Las lecciones intransigentes de la moral han abandonado el espacio público y privado, el imperativo maximalista de corazón puro, las llamadas a la devoción absoluta, el ideal hiperbólico de vivir para el prójimo, todas esas exhortaciones han dejado de tener resonancia colectiva; en todas partes reina la desvitalización de la forma-deber, el debilitamiento de la norma moral infinita característica de las nuevas democracias.  
Sin duda las acciones humanitarias ocupan la primera plana de los periódicos y los donativos altruistas alcanzan sumas innegables. Nuestra época redescubre la caridad y los estremecimientos del corazón: los roqueros ofrecen sus decibelios a los parias de la tierra, las estrellas toman el bastón de peregrino y se comprometen con las buenas causas, la televisión multiplica las emisiones de ayuda.  
Tras un ciclo dominado por la fiebre política y la desmitificación de los valores, el espíritu de la época hace afluir las buenas intenciones y la pequeña pantalla, las acciones generosas: la moral ocupa de nuevo el primer plano de la escena.  
Si pero ¿de qué moral se trata? En casi todas partes está en auge la idea de restauración de la moral sin que nos interroguemos demasiado sobre la naturaleza de ese «regreso». Digámoslo sinceramente: si en la actualidad la ética se beneficia con un nuevo período de legitimidad, ésto no significa la reinscripción en el corazón de nuestra sociedades de la buena vieja moral de la que habla Ingenieros, sino el surgimiento de una regulación ética de tipo inédita. A través de la efervescencia caritativa y humanitaria, lo que actúa una vez más es el eclipse del deber; bajo los viejos hábitos de la moral se organiza en realidad el funcionamiento posmoralista de nuestra sociedad.  
Lo que con muy poca precisión se llama «regreso de la moral» no hace sino precipitar la salida de la época moralista de las democracias instituyendo una «moral sin obligación ni sanción» acorde con las aspiraciones de masas de las democracias individualistas-hedonistas.  
Deberíamos concluir sin temor a equivocarnos que los valores, como los concebía Ingenieros, hoy se han perdido o en el mejor de los casos han cambiado sin poder afirmar los futuros resultados de esos cambios.