La presencia de unos veinticinco millones de musulmanes en los veintiocho países de la Unión Europea está planteando hoy debate, polémica, miedo y hasta odio. Nunca antes habíamos presenciado este clima de sospechas mutuas entre musulmanes y el resto de las sociedades en Europa. Las encuestas de opinión pública en nuestro continente muestran cada vez más temor y antagonismo hacia los musulmanes europeos, vistos como amenaza para las identidades nacionales, para la seguridad interna y para el tejido social. Al mismo tiempo, los musulmanes están convencidos de que la mayor parte de los europeos rechazan su presencia y denigran y ridiculizan su religión.
Esta incomprensión es preocupante, porque alienta una peligrosa islamofobia, por una parte, y la radicalización de algunas conductas, por la otra. Los países europeos están alarmados por esta evolución, que pone en jaque la convivencia pacífica; por lo tanto, han tomado medidas y han aprobado leyes para actuar contra las fuerzas extremistas, poner freno a la radicalización y mejorar la integración de los musulmanes en los países de acogida.
Las encuestas muestran cada vez más temor hacia los musulmanes europeos y estos creen que los europeos ridiculizan su religión
Pero no es fácil. ¿Cómo puede Europa alentar la integración musulmana en estados laicos? La radicalización y el extremismo, ¿tienen que ver con la marginación económica, o son producto de un discurso que divide el mundo en dos bandos, “nosotros y ellos”? El extremismo, ¿tiene su origen solo en la fe? En tal caso, ¿por qué un extremista noruego mató en 2011 a docenas de compatriotas suyos, que no eran musulmanes? Los Estados europeos siguen enzarzados en estas espinosas cuestiones, sin llegar a ser capaces de articular una respuesta coherente.
En este texto sostengo que muchos musulmanes se están trasladando a Europa de forma definitiva, que la inmensa mayoría quiere vivir en paz, que las políticas europeas de integración han sido erráticas e incoherentes, y que solo una minúscula minoría de musulmanes se dedica a actividades radicales. También argumento que existe un radicalismo con origen en la fe (grupos o personas con motivación religiosa), pero también un extremismo basado en la identidad (partidos de extrema derecha) que no es menos peligroso, y que Europa debe atacar ambos problemas extinguiendo las fuentes ideológicas del extremismo. Por último, defiendo que el radicalismo islamista en Europa sigue siendo marginal, y no obedece tanto al fracaso de la integración como a la comunicación a escala mundial, ligado a una ruptura de identidad y a la exposición de los jóvenes musulmanes europeos a las insoportables imágenes de destrucción y violencia en muchos países musulmanes, sobre todo en Oriente Medio, ya sea por intervenciones occidentales tales como la invasión de Iraq o las ofensivas de Israel en Gaza, o por el ataque de algunos regímenes musulmanes contra sus propias poblaciones, como sucede en Iraq o en Siria.
La población musulmana de la UE está ligada
principalmente a la dinámica migratoria
Históricamente, la presencia del islam en Europa no es un fenómeno nuevo. A partir del 711 los musulmanes conquistaron amplios territorios en la orilla norte del Mediterráneo, y establecieron califatos y emiratos, sobre todo en la península ibérica, durante más de siete siglos. La caída del último Emirato de Granada en 1492 marcó el final de la dominación política musulmana en España. Más tarde, la Inquisición motivó la expulsión de judíos sefarditas, musulmanes y conversos.
Casi al mismo tiempo, en el Mediterráneo oriental, los otomanos islamizados derrotaron a los griegos, expulsándolos de Anatolia y tomando Constantinopla (1453) –que después pasó a llamarse Estambul– y conquistaron toda la zona de los Balcanes. Los países balcánicos se independizaron en el siglo xix, antes de la disgregación del Imperio otomano tras la Primera Guerra Mundial. Los musulmanes bosnios, albaneses y kosovares no han sido expulsados, y actualmente constituyen lo que llamamos la población musulmana autóctona de Europa.
Este artículo se ocupa específicamente de los musulmanes que emigraron a Europa tras la Segunda Guerra Mundial, y que representan hoy día el grueso de la población musulmana en la UE. En efecto, cuando los países europeos iniciaron su reconstrucción tras la guerra, recurrieron a sus antiguas colonias para compensar la escasez de mano de obra. Cientos de miles de norteafricanos –la mayoría campesinos bereberes de zonas tradicionales de las montañas del Rif– emigraron a Francia; indonesios y surinameses a Holanda; indios, pakistaníes y bangladesíes al Reino Unido. El caso de Alemania fue distinto: era el destino principal de los trabajadores turcos y kurdos, aunque Turquía nunca ha sido colonia alemana, sino solamente aliada en la Primera Guerra Mundial.
Obviamente, no todos los trabajadores migrantes de los años cincuenta en Europa eran musulmanes pero, dado que el territorio inmediatamente circundante está formado por países musulmanes tanto en el norte de África como en Oriente Medio, colonizados sobre todo por países europeos, no es de extrañar que la mayoría de los trabajadores migrantes en Europa sean musulmanes. Esos trabajadores dejaron sus países en los años cincuenta y sesenta buscando empleo, ventajas sociales y mayores remuneraciones. En su inmensa mayoría, la primera generación de inmigrantes se componía de jóvenes que no venían a quedarse definitivamente, sino a reunir ahorros suficientes para, por ejemplo, construir una casa, abrir una tienda o comprar un taxi; en general, para preparar un triunfal regreso a su patria. Puesto que se consideraban afincados solo temporalmente, estos inmigrantes –solteros o casados– remitían casi un 80% de sus salarios a sus familias.
En conjunto, estos trabajadores contribuyeron al boom económico de muchos países europeos, construyendo carreteras y vías férreas, trabajando en las minas de carbón, limpiando calles y oficinas y, en general, haciendo aquellos trabajos que los europeos no querían hacer. Hasta 1970 no hubo ningún “problema” de la inmigración, y mucho menos un “problema” musulmán, en Europa occidental. Los inmigrantes eran en general invisibles en los lugares públicos, no tenían demandas concretas con respecto a su religión porque no pensaban quedarse, y no sufrían discriminación ni prejuicios porque contribuían al bienestar de las sociedades europeas. No había islamofobia, aunque existía el racismo clasista. En resumen, la inmigración se veía como un regalo, no como una carga y mucho menos como una amenaza.
A principios de los años setenta finalizó la bonanza económica europea. La gota que colmó el vaso fue la crisis del petróleo en 1973; la “pajita que le partió la espalda al camello”, como dicen los árabes. A partir de ese año, los países europeos adoptaron leyes para restringir la inmigración normal pero, al mismo tiempo, relajaron las restricciones de la reunificación familiar. Los inmigrantes se apresuraron a traer a sus familias. En términos estadísticos, la población inmigrante creció significativamente en las décadas de 1970 y 1980; económicamente, la proporción de trabajadores de este colectivo cayó en picado. Desde el punto de vista sociológico, se produjo un proceso de feminización de los inmigrantes, y al mismo tiempo la presencia de niños inauguraba la fase de la segunda generación.
Todas estas transformaciones tuvieron efectos imprevistos. En primer lugar, la llegada de las familias procedentes del campo cambió la actitud de los inmigrantes hacia los valores religiosos y culturales. Mientras que los trabajadores temporales aceptaban rezar en sótanos (las llamadas en francés “mezquitas sótano”, mosquées des caves), como solución temporal a las necesidades de oración, los inmigrantes asentados pidieron mezquitas y minaretes. En segundo lugar, se produjo una visibilización de los inmigrantes en el espacio público (mujeres con velo, niños yendo al colegio, etcétera). En tercer lugar, las familias inmigrantes se agruparon en determinadas zonas, donde encontraban estructuras informales de apoyo y redes sociales. Las familias podían así mantener un contacto constante con sus países de origen por teléfono, internet o mediante viajes.
La UE se enfrenta a un gran desafío: las políticas defensivas y de protección en el mediterráneo no han conseguido frenar a los solicitantes de asilo, refugiados e inmigrantes
Para terminar, en las tres últimas décadas ha ascendido radicalmente la inmigración matrimonial, con la entrada de las dos primeras generaciones en el mercado matrimonial. Así, por poner solo dos ejemplos de Holanda, de 1995 a 2003 la inmigración matrimonial de los turcos aumentó hasta 4.000 personas al año, en tanto que la de los marroquíes alcanzó un récord de 3.000 al año. La inmigración matrimonial ha garantizado que continúe la elevada tasa de fertilidad en este colectivo, puesto que muchos hombres inmigrantes de segunda generación prefieren casarse en el país de origen con una mujer joven, tradicional y virgen antes que con otra inmigrante de segunda generación, como ellos. Obviamente, este tipo de inmigración ha mantenido intacta la dinámica migratoria.
Esto distingue mucho la inmigración musulmana de Europa de la de Estados Unidos en dos sentidos. En primer lugar, los inmigrantes musulmanes en Europa están como máximo a dos o cuatro horas de vuelo de su patria, mientras que la distancia entre Estados Unidos y el país de origen obliga a integrarlos en el crisol cultural norteamericano. En segundo lugar, tal como defiende Robert Leiken, “a diferencia de los musulmanes norteamericanos, geográficamente dispersos, étnicamente fragmentados y en general adinerados, los musulmanes europeos se agrupan con sus compatriotas en lugares siniestros”. Y, por último, en Estados Unidos existe una mayor tasa de matrimonios mixtos que en Europa.
Estas diferencias explican hasta cierto punto por qué el islam y los musulmanes en Estados Unidos no constituyen un problema importante, mientras que en Europa, por lo menos desde la década de 1980, la migración se ha convertido en un “dilema”, sobre todo porque dos tercios de los inmigrantes son musulmanes. De hecho, todo lo relacionado con el islam se ha convertido en una fuente de preocupación en Europa: la proliferación de las mezquitas, los velos de las mujeres y el nuevo fervor religioso. Es en este contexto donde han surgido los partidos ultraderechistas, que han empezado a sumar apoyos al presentar la inmigración como una amenaza.
En respuesta, los países europeos occidentales han empezado a construir nuevas defensas contra la pregonada “amenaza de inmigración masiva”, reforzando el control directo de la inmigración mediante rigurosos sistemas de visado y vigilancia interna, y externalizando el control fronterizo en los límites exteriores de la UE.
Pero no existe ningún cordón sanitario que pueda parar –ni siquiera ralentizar– el flujo de inmigración irregular de los países del sur. La prolongada línea fronteriza y costera de muchos países europeos ha dificultado un control efectivo en frontera. En muchos casos, los controles terrestres y marítimos solamente han servido para desviar las rutas de inmigración, haciendo que el viaje sea más largo y peligroso, y enriqueciendo aún más a los traficantes que han sabido adaptarse a las nuevas normas. Los países del sur de Europa han estado especialmente expuestos a la inmigración irregular. Al principio, España, Italia, Grecia y Malta eran solo países de tránsito y zonas de paso para otros destinos, pero más adelante, en la década de 1990, se convirtieron en destinos finales para oleadas de inmigrantes ilegales.
Miles de estos inmigrantes ilegales se dejaron la vida en el intento de alcanzar este supuesto “El Dorado europeo”. Pero cientos de miles sí lo lograron: sobrevivieron en situaciones precarias como ilegales, irregulares o indocumentados 1 , pero con los años han sido legalizados en la regularización española o la Sanatoria italiana. A este respecto, el caso de España es paradigmático: el número de asentados marroquíes, por poner solo un ejemplo, pasó de 50.000 en 1992 a 750.000 en 2015, una multiplicación por quince. Lo mismo ocurrió en Italia. La llamada “fortaleza europea” se demostró imaginaria. El régimen de visados, indudablemente restrictivo, afectó a la inmigración legal, pero multiplicó la ilegal. La externalización del control de fronteras y los campos de refugiados no han desanimado a los inmigrantes. Por lo tanto, no es de extrañar que hoy haya más de un millón de musulmanes en España, y una cifra similar en Italia.
El problema se está agudizando en los últimos tiempos, con el sustancial incremento de solicitantes de asilo de países empobrecidos o arrasados del sur, como Siria, Iraq, Afganistán, Eritrea y hasta la Franja de Gaza. Y mientras que el Mediterráneo se está convirtiendo en un inmenso cementerio de sueños ahogados, los países europeos se disputan susceptiblemente el reparto del gasto fronterizo y el control de costas, y las cuotas de los solicitantes de asilo entre los Estados europeos.
Reconozcamos que el desafío es sobrecogedor: las políticas defensivas y de protección en el Mediterráneo no han conseguido frenar a los solicitantes de asilo, refugiados e inmigrantes. Los líderes europeos se han visto atrapados entre alarmados partidarios del rechazo, que apelan a los costes financieros, riesgos de seguridad y retos sociales, y piden una policía más fuerte para frenar el flujo de inmigración masiva; y, por otro lado, los decididos defensores de los refugiados, que plantean el problema en términos de dignidad humana y necesidad de protección e invocan el ejemplo de Jordania y Líbano, con más de un millón de refugiados sirios cada uno.
Sin duda la situación es difícil de manejar. Por un lado, en vista de la magnitud de la tragedia humana, Europa no puede quedarse de brazos cruzados, ciega y sorda. Por otro, tampoco puede abrir las puertas de par en par a la miseria del mundo. Este repaso histórico muestra claramente que, por medio del aumento natural y los nuevos flujos de inmigración, en todas sus formas, la población musulmana está creciendo con gran rapidez en la Unión Europea, para desconcierto de unos países desprevenidos ante la ingente cantidad de refugiados y solicitantes de asilo. Además, se puede apostar con certeza que las inquietudes que rodean el “dilema” de la inmigración no desaparecerán mientras los países musulmanes vecinos sigan desestabilizados, y mientras el islam europeo siga considerándose un problema.
¿Quiénes son los musulmanes de Europa?
Los musulmanes en Europa pueden dividirse en seis categorías:
- Musulmanes autóctonos que viven en Europa desde hace muchos siglos, sobre todo en Bosnia, Albania y Kosovo, tierras donde el islam es un vector histórico fundacional; pero también en Rumanía y Bulgaria, donde son una minoría nativa, y Polonia y Crimea, hogar de la antigua población musulmana que conocemos como tártaros.
- Estudiantes y ejecutivos de los países musulmanes. Solamente en Francia ya hay unos 70.000 estudiantes del norte de África; Londres, por su parte, es la capital mundial de los ejecutivos árabes y musulmanes.
- Musulmanes que entraron sin restricciones, como los ciudadanos de la Commonwealth en Gran Bretaña, los argelinos en Francia y los surinameses e indonesios en los Países Bajos.
- Musulmanes que vinieron a Europa occidental para un periodo limitado como trabajadores migrantes en los años cincuenta y sesenta.
- Musulmanes europeos nativos, nacidos en Europa de padres inmigrantes.
- Solicitantes de asilo y refugiados, cuyo número ha aumentado mucho en los tres últimos años; solo de enero a agosto de 2015 han entrado en Europa 235.000 refugiados, la mayoría procedentes de países musulmanes vecinos.
Los europeos sobreestiman la cuota musulmana: los franceses creían que los musulmanes en Francia eran un 31%, cuando no superan el 6%
En estas categorías no incluimos los treinta millones de musulmanes de la Federación de Rusia, que incluye a muchos países musulmanes. En este artículo solo hablaremos de los musulmanes de origen migrante que viven en la Unión Europea. Pueden clasificarse en tres grupos: los inscritos como extranjeros, los que consiguieron la nacionalidad de su país de acogida, y los europeos nativos.
En conjunto, estimo que hay unos veintitrés millones de musulmanes viviendo en los veintiocho países europeos; tres cuartas partes son ya ciudadanos europeos, sea por naturalización o por nacimiento. A esta cantidad debemos sumar en torno a dos millones que han entrado ilegalmente y aún no se han regularizado. En total, se trata de veinticinco millones de musulmanes, alrededor del 5% de la población europea.
Estas cifras no resultan amenazadoras. Sin embargo, existe un sentimiento generalizado de que Europa se está viendo invadida por una población musulmana creciente que los países no pueden o no quieren asimilar, y que sueña, como ha dicho el bloguero Agnon de Albatros, con “implantar la sharia en Europa e incorporar este continente de infieles a los dominios del islam”. Así, la demografía musulmana está cobrando protagonismo en muchos libros, que perciben que los musulmanes plantean “los problemas más graves por causa de su religión y su cantidad” (Christopher Galdwell). Exactamente lo mismo que están diciendo los partidos ultraderechistas: “contra la islamización de Europa” ha sido el lema entonado por los manifestantes alemanes del movimiento Pegida en Dresde, en 2015.
¿Hay razones para preocuparse? Para muchos europeos la respuesta es sí, no solo a causa de la creciente dimensión del islam en Europa, sino también porque los europeos sobreestiman muchísimo la cuota musulmana de la población total. Según una encuesta realizada en 2014 por el Social Research Institute, los franceses creyeron que el porcentaje de musulmanes en Francia era un 31%, cuando la proporción real no supera el 6%. En Alemania, estas cifras son respectivamente del 19% frente al 4%.
Algunos demógrafos anuncian los mismos temores. Reconocen que, según las previsiones, la población musulmana total pasará de los veinticinco a los treinta y cinco millones entre 2015 y 2035. Invocan factores tanto internos como externos. Entre los primeros, señalan unas mayores tasas de fertilidad entre las musulmanas, y el hecho de que la población es más joven: los menores de 30 años representan el 50% de la población musulmana en 2015, frente a un 33% aproximado en el resto de la población europea. También argumentan que las mujeres se casan en mayor número y más jóvenes, y se divorcian menos que el resto.
A estos factores endógenos hay que añadir la inmigración neta. Pese a la crisis económica, la UE sigue siendo un imán migratorio para los árabes, subsaharianos, asiáticos, etcétera. Los últimos sucesos del mar Mediterráneo, en 2015, muestran claramente que sigue habiendo efectos de “huida” y de “llamada” de hecho, la actual presión migratoria no tiene su origen exclusivamente en condicionantes exógenos de huida tales como pobreza, conflictos o represión. La importancia que hoy se otorga a los factores de huida distrae la atención de otros elementos importantes, que generan un efecto “llamada”, como el propio hecho de que los países europeos ya hayan acogido a una población muy significativa inmigrante o de origen inmigrante, lo que abre nuevos canales migratorios. En la formulación de Esther Ben David, “cuanta más gente emigra de un pueblo o aldea, más probable se hace que sus vecinos sigan su ejemplo”.
A esta realidad hay que añadir la accesibilidad del viaje, las crecientes redes internacionales y el hecho de que el mercado europeo de trabajo sigue teniendo demanda de trabajadores, que en la cima de la pirámide laboral son profesionales de alta cualificación, y en la base, trabajadores para los sectores no regulados de la economía, que dependen de una mano de obra barata y explotable para seguir siendo competitivos. Es evidente que las presiones migratorias de los países musulmanes y no musulmanes no van a disminuir en seguida. No obstante, a pesar del incremento previsto en su estructura demográfica en Europa, en 2035 ningún país europeo tendrá una población musulmana superior al 10% del total, a excepción de Francia y Bélgica.
Las políticas europeas de integración y las realidades de la segregación
Desde el mismo principio de la inmigración laboral, en los años cincuenta y sesenta, los países europeos han adoptado políticas muy distintas con respecto a la gestión e integración de los inmigrantes. Países como Alemania hicieron poco en la primera década por facilitar la integración de sus migrantes. Los consideraban “trabajadores invitados” (Geist Arbeiter)temporales. El Reino Unido y los Países Bajos abrazaron el concepto de multiculturalismo, mediante el que los gobiernos trataban de conservar las distintas identidades y costumbres culturales. En cambio, Francia impulsó una política de asimilación, imponiendo su modelo de sociedad laicista.
En cualquier caso los inmigrantes, como queda dicho, se agruparon en vecindarios étnicos, los llamados banlieues en Francia o suburbs en Inglaterra. Tras la crisis económica de los años setenta, con el cierre de minas y fábricas, los inmigrantes fueron los primeros en sufrir. El desempleo se disparó, provocando algaradas generalizadas en el Reino Unido y en Francia (la révolte des banlieues en 2005 y 2007). Aunque gran número de los alborotadores parecen musulmanes, la mayoría de los observadores coinciden en que la segregación urbana, la falta de oportunidades y la ausencia de movilidad en la escala social fueron causas clave de la protesta ciudadana. El descontento social coincidió casi exactamente con los brutales atentados terroristas en Madrid (2004) y Londres (2005). Francia ya había sufrido ataques similares en 1997. Tampoco Holanda y Dinamarca se vieron libres de la violencia, con el asesinato de cineastas y caricaturistas.
El descontento social coincidió con los atentados de Madrid y Londres, haciendo de revulsivo y cuestionando los viejos modelos de integración
Estos trágicos acontecimientos hicieron de revulsivo. Se cuestionaron los viejos modelos de integración. El multiculturalismo en el Reino Unido y Holanda se ha puesto en tela de juicio, y poco a poco esta política se ha ido abandonando y los gobiernos han intensificado el esfuerzo por integrar mejor a sus comunidades musulmanas. Alemania suavizó su política de naturalización y permitió a los kurdos y turcos alcanzar la nacionalidad. Solo Francia se ha mantenido en su modelo laico.
Sin duda, en los quince últimos años, el problema de la inmigración y de las políticas de integración ha dominado el debate político e intelectual, con dos cuestiones cada vez más importantes: ¿están discriminados y segregados los musulmanes europeos? Y, en tal caso, ¿debería responsabilizarse a los países europeos? La respuesta, obviamente, varía en función de la afiliación ideológica y de la opción política. Ciñámonos a los hechos. Puesto que la mayoría de los musulmanes son trabajadores migrantes o inmigrantes de segunda generación, son más pobres que la media nacional y con frecuencia viven en vecindarios segregados. Pero también es cierto que la pobreza tiene ver muchas veces con la mala práctica del control parental, el abandono de los estudios y la falta de oportunidades. No obstante, en los años ochenta se ha producido una evolución alarmante. Los inmigrantes cuyos problemas se habían considerado consecuencia de su condición socioeconómica en las décadas anteriores se empezaron a percibir como culturalmente distintos.
El aparente fracaso de la integración se ha interpretado en clave cultural, es decir, como la incapacidad de adaptarse a la cultura europea y de adoptar sus normas, valores y estilos. En otras palabras, si los musulmanes no se integran es porque son musulmanes, toda vez que el islam es percibido como incompatible con la cultura y valores occidentales. En estas condiciones, no es sorprendente que el islam se haya erigido en un problema. Este cambio de percepción es simultáneo a la aparición del denominado renacimiento islámico desde 1979. De hecho, mientras que en los sesenta y setenta el “otro” era un trabajador migrante de Turquía, Marruecos, Argelia o Pakistán, en los ochenta se los engloba a todos en un único compartimento común: el islam.
Pero en Europa no existe una comunidad musulmana: se trata de un espejismo. Los musulmanes vienen de países distintos, viven en países distintos, hablan lenguas diferentes y están enormemente divididos, por confesiones, etnias y, también, en su relación con la práctica religiosa y con la importancia de la religión dentro de su vida. Así, es un error desanclar al inmigrante de su naturaleza (por ejemplo, nacido de padres inmigrantes argelinos, con nacionalidad francesa y francés, ante todo), porque esto lleva a algo parecido a encasillarlo en una comunidad musulmana supuestamente cerrada e inmutable.
Hablar constantemente de la comunidad musulmana conduce a que el islam eclipse al musulmán individual como presunto actor del cambio social y político. Es decir, como sostiene con acierto Sami Zemni, de la Universidad de Gante, “no son los musulmanes protagonizando su historia, sino el islam condicionando la conducta e identidad de los musulmanes […] al final, un musulmán es un autómata, que obedece ciega y perpetuamente los mandamientos del islam”. Este postulado es a la vez erróneo y peligroso: no solo porque el islam asume el papel de un “enemigo interior” en una especie de guerra fría social entre las sociedades europeas y sus habitantes musulmanes, sino también porque el problema de la integración se desconecta de la contextualización socioeconómica y se hace responsabilidad única y exclusiva de los musulmanes.
Por fortuna, muchos musulmanes se están abriendo camino en las sociedades europeas, y poco a poco van asimilando sus normas. Muchas historias de éxito de musulmanes de todos los sectores, desde la economía hasta la cultura, demuestran con creces que no existe esta fatalidad musulmana. Musulmanes de mayor educación y mayor remuneración, como los 300.000 árabes de Oriente Medio que residen en Londres, o los expatriados libaneses en París, no viven en comunidades segregadas y están bien integrados en la sociedad. Desafortunadamente, el grueso de los musulmanes en Europa son trabajadores migrantes o hijos de trabajadores migrantes, mal equipados para integrarse mejor en las sociedades europeas. Debido, no a su condición islámica, sino a su situación socioeconómica.
Por tanto, ¿deberíamos echar la culpa de la falta de integración a las políticas oficiales? Hasta cierto punto. Ha habido defectos y hasta fracasos, en Francia y en otros lugares. Las políticas urbanas han sido inadecuadas. Los limitados incentivos y la discriminación laboral no se han tratado lo suficiente. Todas estas deficiencias se están revisando y se están tomando medidas, por desgracia, con pocos efectos hasta ahora.
Juventud musulmana de Europa, radicalización y violencia
Los países de Europa reconocen que la inmensa mayoría de los musulmanes europeos no se dedican a la violencia o a actividades terroristas; pero, al mismo tiempo, admiten la existencia de células aisladas o “lobos solitarios” que se consideran islamistas radicales, proclives a la violencia, con vinculación a Al Qaeda o el EI (Estado Islámico). Personalmente, no comparto la teoría de los lobos solitarios: detrás de cada terrorista hay grupos que suministran la logística, la munición y el entrenamiento. Pero hay que plantear preguntas espinosas. ¿Cómo se llega a radicalizar un musulmán europeo nativo? ¿Por qué?
La radicalización de algunos jóvenes musulmanes criados en Europa puede tener lugar en algunas mezquitas radicales, en la cárcel, durante estancias prolongadas en países musulmanes o a través de internet. Los atentados de 2004 en Madrid, que mataron a 192 personas, fueron perpetrados por norteafricanos, sobre todo marroquíes, residentes en España; pero algunos, al parecer, tenían relación con un grupo terrorista marroquí afiliado a Al Qaeda. Tres de los cuatro terroristas de los atentados de Londres en 2005 eran musulmanes británicos, inmigrantes de segunda generación criados en el Reino Unido, entrenados en Pakistán. El terrorista francés Merah, que mató a tres soldados y a tres jóvenes judíos en Toulouse, al igual que los asesinos de los caricaturistas del semanario Charlie Hebdo y los comerciantes judíos, eran musulmanes franceses, inmigrantes de segunda generación, de origen argelino. Es más, algunos jóvenes yihadistas musulmanes que se unen al EI en Siria e Iraq son nacidos y criados en países europeos, y muchos de ellos son incluso europeos convertidos al islam.
Decir que el Islam es la religión de la espada y que otros cultos, como el Cristianismo, el Judaísmo o incluso en Budismo, son religiones pacíficas es una falacia
Entonces, ¿por qué una pequeña minoría de jóvenes musulmanes europeos se entregan a la violencia? Las respuestas difieren mucho. Una escuela de pensamiento adopta un punto de vista culturalista, según el cual el terrorismo, el yihadismo y el extremismo tienen que ver con la propia religión islámica. Para sus defensores, la violencia es connatural al islam, toda vez que la mayoría de los conflictos modernos están desarrollándose en países musulmanes, y que la mayor parte de los grupos terroristas son musulmanes, como por ejemplo Al Qaeda, el EI, Boko Haram, el somalí Al Shabab, etcétera.
Una segunda escuela tuvo por realistas las afirmaciones según las cuales determinados musulmanes europeos son más vulnerables a las ideologías yihadistas debido al fracaso de los gobiernos en integrar plenamente a las comunidades musulmanas. Algunos jóvenes se sienten tan abandonados y alienados que de pronto miran hacia el islam buscando una etiqueta de identidad cultural. En una entrevista reciente, Salman Rushdie se expresaba en estos términos: “Dale un Kalashnikov y un uniforme negro a un joven en paro, vulnerable y desfavorecido, y le confieres un poder” (Le Vif Express, 14-20 de agosto de 2015).
Está claro que estos argumentos son discutibles. Es muy falaz, e históricamente erróneo, decir que el islam es la religión de la espada (religion de l’épée) y que en cambio otros cultos, como el cristianismo, el judaísmo o incluso el budismo, son religiones pacíficas (religions de la paix). Durante siglos las guerras de religión dividieron los países europeos; los monjes budistas están organizando asesinatos masivos y deportaciones de musulmanes en Myanmar hoy día, y los extremistas judíos están colonizando Palestina y maltratando a los judíos laicos en nombre de Dios.
Pero tampoco el otro argumento es completamente veraz. En primer lugar, existen millones de inmigrantes sufriendo segregación, discriminación y falta de oportunidades, y no se entregan a la actividad terrorista. En segundo lugar, algunos atentados –como los organizados en Estados Unidos en 2001– fueron perpetrados por personas cultas y económicamente desahogadas. En tercer lugar, entre los que se unen al EI en Siria e Iraq podemos encontrar familias enteras, y también conversos.
En mi modesta opinión, cuatro factores pueden ayudarnos a comprender a fondo el proceso gradual de la radicalización. El primero es la radicalización por razones de identidad. Para muchos jóvenes musulmanes de origen inmigrante, estén marginados o plenamente integrados, existe un sentimiento generalizado de que no se los termina de aceptar como conciudadanos de pleno derecho. Después de tres generaciones, un francés de origen argelino sigue siendo considerado argelino y musulmán. Puede que no haya puesto un pie en Argelia, puede ser ateo; se lo sigue viendo como “otro”. Sin duda, algunos jóvenes musulmanes se sienten divididos por dentro, entre un país de origen que no conocen y sus propias patrias (Francia, Bélgica o Alemania), que les dan la espalda. No es de extrañar que algunos jóvenes maldigan el país que los ha visto nacer y crecer.
El segundo factor es la radicalización por razones socioeconómicas. Esta forma de radicalización está relacionada con los agravios socioeconómicos infligidos a los musulmanes de segunda y tercera generación. Sin duda, la falta de oportunidades está ligada a fracasos objetivos como una mala educación y formación. Otros están relacionados con la discriminación laboral. Por poner un ejemplo, un amigo mío, un joven musulmán de origen argelino, excelente ingeniero, mandó una solicitud para una vacante, firmada con su verdadero nombre. Le respondieron que el empleo ya no estaba vacante. Entonces envió la misma carta, con ligeras modificaciones entre las que se encontraba su propio nombre, occidentalizado, y lo han convocado a una entrevista. Esto ocurre con frecuencia, y alimenta la sensación de que los estudios universitarios no constituyen necesariamente un escalón útil en la vía del ascenso social para muchos musulmanes. A largo plazo, esto puede sembrar la semilla del odio.
El tercer factor es la búsqueda de una misión. En muchos casos hemos visto a terroristas que se han radicalizado en extremo, repentinamente y con gran fervor, y se han transformado en fanáticos religiosos, rompiendo con sus familias y amigos; dan cuerpo a lo que Oliver Roy ha llamado “ruptura generacional”. Estos jóvenes autorradicalizados persiguen una fantasía heroica que he descrito como el paso de “cero a héroe”(zero to hero), esto es, el paso del anonimato a la fama. Hemos vengado al profeta Mahoma, gritaron los asesinos de los caricaturistas del Charlie Hebdo en enero de 2015.
Esta autorradicalización se debe en parte a los persistentes problemas socioeconómicos, pero también a la exposición a los medios sociales y a los canales de televisión por satélite, algunos de los cuales cuentan con una generosa financiación. No es ningún secreto que determinados canales por satélite sufragados con petrodólares están divulgando una lectura literalista de los textos coránicos, contribuyendo indirectamente a forjar una mentalidad radical proclive a ver el mundo con una lógica maniquea: el islam contra el “otro”, el bien contra el mal. Esta lógica lleva al fanatismo y al rechazo de la negociación, el diálogo o el acuerdo. Aquí radica la diferencia entre un terrorista religioso radical que no negocia y un terrorista nacionalista que sí lo hace.
La radicalización de la minoría musulmana joven en Europa tiene más que ver con las actuales conexiones mundiales que con una integración fallida
El cuarto factor es la radicalización por razones geopolíticas. relacionada con la constante exposición de los jóvenes musulmanes europeos a los sufrimientos infligidos por Occidente y sus aliados geopolíticos a los correligionarios musulmanes en muchas partes del mundo árabe y musulmán. No es casualidad que primero Al Qaeda y después el EI hayan incrementado su actividad en Iraq tras la invasión norteamericana de 2003. Las tres ofensivas israelíes sobre Gaza (2007, 2012 y 2014) alimentaron entre los musulmanes un drástico resentimiento contra Israel y sus aliados occidentales, sobre todo Estados Unidos, acusados de un doble rasero al alinearse con Israel a pesar de sus constantes violaciones de la legislación internacional y de los derechos humanos. Pero el convencimiento de que los terroristas que organizaron los espeluznantes atentados de Madrid, Londres y otros lugares estaban vengando el sufrimiento de los palestinos es totalmente erróneo y falaz. Palestina ha sido más una excusa que una fuente de radicalización en el caso de algunos jóvenes europeos musulmanes radicales.
Todas estas formas de radicalización pueden confluir o pueden no hacerlo. Hemos visto casos de nativos europeos conversos que emprenden actividades terroristas. Los terroristas del 11 de septiembre estaban altamente cualificados y eran económicamente acomodados. Muchos terroristas no eran religiosos en principio, pero de repente se hicieron devotos fanáticos en una especie de “radicalización religiosa informal”. También hemos visto casos de radicalización en países como Holanda, donde han hecho un gran esfuerzo por acomodar a los inmigrantes musulmanes (política proactiva de contratación, clases gratuitas de idioma, etcétera). Por ejemplo Mohamed Bouyeri, que asesinó al cineasta Theo Van Gogh, nació en Holanda y estaba cobrando el subsidio de desempleo.
Estos hechos no invalidan por completo la relación entre integración fallida y radicalización. Pero lo que parece incuestionable es que la radicalización de la minoría musulmana joven en Europa tiene más que ver, como defiende Anna Triandafyllidou, “con las actuales conexiones mundiales y locales que con una integración fallida o con una penalización étnica”.
La construcción islamofóbica del problema musulmán
Volvamos sobre un hecho innegable: desde el año 711, el islam y los musulmanes han obsesionado y capturado el imaginario europeo, primero como conquistadores, después como religión rival, y finalmente como el “infiltrado” con las nuevas oleadas migratorias. Así, la islamofobia, en forma de miedo o prejuicio contra el islam y los musulmanes, no es un fenómeno nuevo. Basta leer las miles de obras sobre el islam y Europa desde la conquista árabe de la península ibérica. En los últimos siglos, hemos visto a polemistas y a historiadores describir el islam como “el espejo de Europa”: es todo lo que Europa no es (o ha dejado de ser): fanático, violento, intolerante y misógino. En esta visión maniquea, el islam se ha percibido como una masa homogénea, estática e impermeable al cambio. En su libro Cubriendo el islam, Edward Said ha mostrado la falacia intelectual de estos postulados, que caen en la trampa de considerar el islam de forma monolítica, y no recogen la compleja heterogeneidad de un fenómeno histórico.
Lo que resulta de verdad sorprendente, y algo inquietante, es que la islamofobia no está desapareciendo en el siglo xxi. Todo lo contrario: está ganando visibilidad. ¿Por qué? Entre los intelectuales no hay acuerdo sobre los factores desencadenantes de esta islamofobia moderna. Muchos estudiosos, tanto musulmanes como no musulmanes, están persuadidos de que la islamofobia es el resultado natural de la extrema violencia que se da en los países musulmanes, con atentados terroristas antioccidentales, comportamientos reprobables de determinados grupos de inmigrantes y la radicalización de algunos jóvenes musulmanes nativos europeos.
Otros eruditos defienden que el desprecio occidental hacia el islam y los musulmanes tiene un origen histórico y hunde sus raíces en la cultura europea de superioridad. Por su parte, otros pensadores van aún más lejos, argumentando que existe una industria de la islamofobia bien estructurada y financiada, que ha conseguido secuestrar la atención pública sin una recusación seria. A este respecto, algunos medios de comunicación –que incluyen medios electrónicos – son señalados como grandes instigadores de islamofobia. Este argumento figura tanto en el libro de John Richardson (Mis)representing Islam: racism and British broadsheet newspapers (La representación falsa del islam: racismo y prensa británica seria), de 2004, como en el artículo de Jack Shaheen How the media created the Muslim Monster Myth (De cómo los medios crearon el mito del monstruo musulmán) (Nation, julio de 2012).
Todas estas afirmaciones son cuestionables por cuanto simplifican en exceso una cuestión que es de por sí compleja. Hay que tener en cuenta que existe muchísima crueldad en el mundo y que la violencia religiosa ha surgido en muchos lugares, no solamente en los países islámicos. No obstante, hemos de reconocer que la violencia islamista ha superado a todas las demás formas de violencia por la fe, no necesariamente en términos de magnitud, sino de “teatralización” de la violencia yihadista por vía de los medios de comunicación y desbordamiento de los atentados terroristas, que han alcanzado a la propia Europa (véase Faith, freedom and foreign policy, Transatlantic Academy, Nueva York, 2015).
El argumento de que la difamación del islam es inherente a la cultura occidental peca asimismo de exageración, al considerar a Occidente como un monolito incapaz de sentir empatía, atrapado en su cerrada visión del islam y de los musulmanes. Esto es históricamente erróneo, toda vez que numerosos intelectuales europeos han salido en defensa de los musulmanes tanto en el pasado como en el presente (véase Edwy Plenel, Pour les Musulmans, 2014) e incluso han puesto de relieve la magnífica contribución del islam a la civilización mundial.
Por otro lado, hablar de una industria de la islamofobia puede presuponer la existencia de una especie de conspiración intelectual y política contra el islam y los musulmanes, y no comulgo con esta teoría conspirativa. De lo que no cabe duda es de que la islamofobia tiene que ver con la política identitaria, que permite a sus adeptos construir su identidad por contraste con una imagen negativa de los musulmanes, su cultura y su religión. El asentamiento definitivo de los musulmanes inmigrantes o de origen inmigrante en Europa ha traído “dentro lo de fuera”, y ha transformado el islam y los musulmanes en cuestión interna y amenaza desde dentro, exacerbada por la fatwa iraní contra el novelista Salman Rushdie, las algaradas de los suburbios en Francia, los atentados terroristas, la polémica de las caricaturas, el asesinato del cineasta neerlandés Theo Van Gogh y los recientes atentados contra los dibujantes del Charlie Hebdo.
Contra un panorama de fondo en que los propios países europeos se enfrentan a una crisis de identidad, un desastre económico y elevadas tasas de desempleo, todos estos hechos no podían menos que reavivar el sentimiento antiislámico. El islam europeo se ha convertido a la vez en una especie de chivo expiatorio y en una suerte de espantajo. Por tanto, no es de extrañar que los libros de los intelectuales europeos críticos con el islam se estén convirtiendo en best sellers: Oriana Fallaci en Italia (La rabbia e l’orgoglio, 2001); Thilo Sarrazin en Alemania (Deutchsland schafft sich ab, 2010); Houellebecq en Francia (Soumission, 2015); Christopher Caldwell (Reflections on the revolution in Europe: immigration, Islam and the West, 2009) y Bruce Bawer (While Europe slept: how radical Islam is destroying the West from within, 2006) en el Reino Unido, etcétera.
En el plano popular, el sentimiento antiislámico también está creciendo drásticamente, tal como pone de manifiesto el estudio especial sobre el islam titulado Special Study on Islam (2015) de la Fundación Bertelsmann. Tomando como referencia Alemania, las encuestas de opinión de 2014 muestran las siguientes y alarmantes cifras: un 57% de la población alemana considera que el islam es una amenaza; un 61% está convencido de que el islam es incompatible con Occidente; según un 40%, por culpa del islam se siente extranjero en su país; un 24% piensa que no debería permitirse a los musulmanes emigrar a Alemania; una encuesta realizada en Inglaterra en octubre de 2012 mostró asimismo que un 49% de la población creía probable un choque de civilizaciones entre musulmanes y blancos británicos nativos.
Estos porcentajes son muy reveladores. Los países musulmanes harían mal en ignorarlos; también son responsables del deterioro de la imagen del islam y de los musulmanes. No pueden limitarse a rehuir sus responsabilidades pasando esta cuestión de largo y sugiriendo que la islamofobia es una especie de “enfermedad incurable de Occidente”, o que los terroristas y yihadistas islamistas –como pueden ser los yihadistas europeos nativos, Al Qaeda, el EI, Boko Haram, y demás– no representan al verdadero islam, y que incluso mancillan la imagen del islam, que es una religión de paz. Este argumento es políticamente correcto, pero también es ensimismado y poco sostenible. En resumidas cuentas, el islam radical es la forma religiosa en la que se expresa un tipo particular de violenta furia política. De alguna manera es el “grito de protesta” contra Estados que no han conseguido estar a la altura de sus compromisos, contra la prevaleciente permisividad y atonía de las sociedades musulmanas y contra las élites gobernantes, que han embridado la religión al servicio del poder político.
Por tanto, en lugar de culpar a Occidente por su odio al musulmán, los países musulmanes deberían hacerse esta inquietante pregunta: ¿qué ha fallado en términos de participación política, eficiencia económica y educación religiosa? ¿Por qué tanta rabia destructiva y nihilista, nacida en la propia comunidad musulmana? ¿Por qué algunos países árabes ricos han financiado y exportado movimientos fundamentalistas a la vez que mantienen un férreo control de la protesta y el desacuerdo internos? Salvo que se traten correctamente estas preguntas, será difícil desenraizar las ideologías radicales, restañar la violencia religiosa en el nombre de Dios y, en consecuencia, reducir el atractivo del discurso islamofóbico.
Políticas europeas de eliminación y prevención de la radicalización
Desde los primeros atentados terroristas en Europa se han orquestado estrategias, se han creado centros de estudios especializados y se han adoptado políticas para combatir el extremismo violento. Algunos países europeos han fomentado la integración musulmana mediante la creación de estructuras de diálogo entre las autoridades y los representantes del islam. Por ejemplo, en 2003 Francia estableció el Consejo Francés del Culto Musulmán (Conseil Français du Culte Musulman); nombró a ministros musulmanes y adoptó una nueva política con respecto a los suburbios (une nouvelle politique pour les banlieues), entre otras medidas.
Durante décadas, Alemania ha percibido a sus inmigrantes como trabajadores invitados temporales, y no ha mostrado ninguna prisa por facilitar su integración. Hasta los años noventa, la naturalización estaba limitada; pero en 1999 se aprobó una normativa que permitía a los extranjeros de segunda generación solicitar la nacionalidad. En 2005 entró en vigor una ley de inmigración que suministraba fondos para unos cursos de integración obligatorios. En 2006, el Gobierno alemán inauguró la “Conferencia Nacional sobre el Islam”, y en 2007 adoptó el Primer Plan Nacional de Integración, centrado en el cultivo de los valores alemanes de igualdad y compromiso civil. En julio de 2010, el ministro alemán del Interior anunció el lanzamiento de un “programa de salida” para auxiliar a aquellos radicales violentos que estuvieran intentando dejar atrás el extremismo. Aunque Alemania no ha sufrido atentados terroristas a gran escala como los de Madrid, tampoco ha estado totalmente libre de terrorismo. El 2 de marzo de 2011, un musulmán kosovar abrió fuego sobre un autobús en el que viajaban soldados norteamericanos y mató a dos personas.
Los Países Bajos han tomado una serie de medidas para impulsar la adaptación de sus inmigrantes. Ya en 1998, el Gobierno aprobó la Ley de Integración de Recién Llegados. A diferencia de lo ocurrido en Francia, no se ha prohibido utilizar el velo, pero sí el burka a educadores y funcionarios. Desde 1986 se ha creado un grupo de comunicación de corte musulmán. Asimismo, se ha establecido un grupo de contacto entre musulmanes y autoridades públicas para alimentar el diálogo. En junio de 2009 se adoptó una ley de servicios municipales no discriminatorios; el mismo año fue testigo de la participación de siete musulmanes en el Congreso de los Diputados neerlandés, uno en el Senado y otro en el Consejo de Ministros, en tanto que el propio alcalde de Rotterdam era musulmán también. Como Alemania, tampoco los Países Bajos han sido escenario de atentados terroristas a gran escala, pero en mayo de 2002 fue asesinado a tiros Pim Fortuyn, crítico con el islam, y en 2004 murió apuñalado el cineasta Theo Van Gogh.
Por su parte, España ha sido un país de paso para la inmigración ilegal, y desde 1990 se ha convertido en destino final. La mayoría de los musulmanes en España son árabes y bereberes marroquíes, que han trabajado en diversos sectores económicos en expansión. Dada la proximidad de Marruecos, vecino del sur y socio en economía y pesca, España regularizó con generosidad a la inmensa mayoría de los inmigrantes ilegales marroquíes. Pero esto no impidió que España sufriese, en marzo de 2004, los peores atentados terroristas de toda Europa.
Según las encuestas de opinión, el sentimiento antiislámico está creciendo drásticamente
España podía haber reaccionado con más dureza. Pero no; tanto los medios de comunicación como las autoridades se mostraron prudentes, y evitaron la estigmatización de todos los inmigrantes musulmanes. En 2006 se creó el Foro para la Integración Social de los Inmigrantes, y de 2007 a 2010 se adoptó el Plan Estratégico Ciudadanía e Integración, financiado con 2.000 millones de euros para programas de educación, empleo, vivienda, servicios sociales, mujeres y juventud. El Gobierno está en contacto con la Comisión Islámica de España (CIE), que representa oficialmente a los musulmanes españoles y coordina dos grandes asociaciones musulmanas: la Federación Española de Entidades Religiosas Islámicas (FEERI) y la Unión de Comunidades Islámicas. También se ha formado el Consejo Islámico Español, a partir de una escisión del CIE.
Aunque las políticas relacionadas con la inmigración, integración y antiterrorismo son, sobre todo, responsabilidad de los países europeos, la UE como tal no se ha quedado atrás. En mayo de 2004 publicó un Manual sobre la Integración. En septiembre de 2005 adoptó el Programa Común para la Integración. Asimismo se creó en 2007 el Fondo Europeo para la Integración de Nacionales de Terceros Países, y en 2009 el Foro Europeo sobre Integración. Estos no pasan de ser algunos ejemplos de las políticas y medidas de integración de los países europeos y de la UE. Si han tenido éxito o no, eso excede del alcance de estas páginas. No obstante, lo que es alarmante es que todas las políticas de integración no han impedido que algunos jóvenes musulmanes radicales perpetrasen espantosos atentados en países europeos, y que miles se hayan unido a las filas de grupos combatientes como el EI o Al Qaeda.
Así, actualmente las políticas nacionales se están orientando más hacia la eliminación y prevención de la radicalización. Ya en 2005 la UE sentó el precedente adoptando una amplia estrategia antiterrorista basada en cuatro clases de medidas: prevención, protección, persecución y respuesta. En los últimos años, esta estrategia se ha convertido en el pilar general de todas las políticas de los países europeos: en líneas generales, todos los Estados han adoptado una amplia batería de medidas en respuesta al terrorismo y a la radicalización. Por ejemplo: mayor seguridad y vigilancia; mayores esfuerzos para prevenir la radicalización en las cárceles, en las mezquitas o en internet; promoción de la diversidad en la educación escolar; reafirmación del carácter laico del Estado; formación de imanes locales; o reinserción de los que vuelven de las zonas de combate. Todas estas medidas apuntan en la dirección correcta. Pero pueden resultar insuficientes si los países europeos insisten en hacer caso omiso de algunos hechos inquietantes.
El primer hecho que hay que tener en cuenta es el poder de las ideas. La radicalización islamista es el retoño natural de la ideología fundamentalista que se está infiltrando en los medios de comunicación social, invadiendo las mezquitas conservadoras y proliferando en algunos canales de televisión de generosas financiaciones. Mientras los países europeos toleren en su territorio a imanes radicales que predican la intolerancia y el odio; mientras acepten que algunos países musulmanes extranjeros sigan financiando la construcción de mezquitas y ejerciendo una influencia estructural por medio del fortalecimiento de los lazos religiosos con sus emigrantes; y mientras los Estados europeos miren para otro lado cuando algunos regímenes musulmanes conservadores represalian a sus reformadores, la lucha contra la radicalización puede hacerse muy cuesta arriba.
El segundo hecho inquietante es que resulta profundamente engañoso aseverar que solo una minúscula minoría de musulmanes apoyan las acciones de los extremistas y yihadistas o que grupos como el EI no son en absoluto representativos. La realidad lo desmiente. Los radicales gozan de un respaldo suficiente, no solo porque se los considera la vanguardia islamista que se niega a acatar los dictados de Occidente, sino también porque muchos musulmanes siguen soñando con la vuelta del islam a sus antiguas glorias. Basta leer los catecismos de algunos países musulmanes para comprobar la glorificación del pasado musulmán y cómo se retrata a Occidente como los cruzados, infieles o kafer (paganos). La UE puede utilizar sus políticas actuales, como por ejemplo la política europea de vecindad, la Unión para el Mediterráneo o el diálogo entre Europa y el golfo Pérsico, para tratar estas delicadas circunstancias.
El tercer hecho preocupante tiene que ver con las propias políticas de la UE. En su trato con los países mediterráneos, árabes y musulmanes, las políticas europeas no han sido coherentes. Con gran frecuencia, los intereses comerciales o estratégicos han sepultado los valores europeos. Tras las elecciones democráticas en Palestina en 2006, la UE no reconoció la legitimidad de la victoria de Hamás. Cuando el general Al Sisi condenó al presidente Morsi, el primer presidente de Egipto elegido democráticamente, la reacción europea fue como mucho tímida. Durante décadas, la UE se ha mostrado insensible a la ocupación y colonización de Palestina a manos de Israel, país que la prensa europea describe con frecuencia como la única democracia de la zona. Francia y Gran Bretaña lideraron las operaciones militares en Libia sin ningún preanálisis serio de las posibles consecuencias dramáticas de la implosión del régimen. Durante demasiado tiempo se ha permitido al Gobierno iraquí, dominado por la facción chií, imponer sus sectarias políticas sin desaprobación o castigo alguno. Asimismo, se ha permitido que el régimen sirio destruya su país y masacre a su población, obligando a millones de personas a huir de su patria.
Estos pocos ejemplos son solo un recordatorio de que la lucha contra la radicalización, en casa y en el extranjero, empieza por reafirmar el poder de los valores y de los ideales en la política interior y en la exterior. El comunismo no fue derrotado por la fuerza de las armas, sino de los ideales. Análogamente, combatir la radicalización en casa recurriendo solo a medidas de seguridad, o bombardear al EI hasta que se rinda y se someta, es una senda cierta hacia el fracaso.
Conclusión
La inmensa mayoría de los musulmanes que están en Europa son inmigrantes o hijos de inmigrantes, y casi la mitad de los musulmanes de Dinamarca y los países escandinavos son refugiados políticos. El grueso de los 235.000 inmigrantes que han cruzado el Mediterráneo desde enero de 2015 son refugiados y solicitantes de asilo. El número de sirios, iraquíes, afganos y eritreos que hay entre sus filas es buena prueba de que las tragedias humanas son hoy el principal desencadenante de la emigración forzosa. A los países europeos les toma por sorpresa la magnitud del fenómeno, y les afecta de alguna manera la verdad tácita de que la inmensa mayoría de los recién llegados son musulmanes, lo que se interpreta como crecimiento e inflación de una población europea musulmana de veinticinco millones, que ya está despertando los temores de las sociedades europeas.
En este artículo hemos analizado las diversas fases de los flujos migratorios, desde la inmigración laboral temporal hasta el asentamiento definitivo, y hemos mostrado la construcción gradual del “problema musulmán” en Europa, y el surgimiento de partidos ultraderechistas antimusulmanes. Hemos tratado la cuestión de la radicalización de algunos jóvenes musulmanes europeos, y se han abordado las políticas de lucha contra la radicalización emprendidas por los países europeos. El mensaje que tratamos de expresar es sencillo: en Europa se están quedando a vivir numerosos musulmanes, y esta población crecerá en los años venideros. En vista de esta realidad, los países europeos deberían hacer todo lo posible por fomentar su integración, y los propios musulmanes deberían hacer también los deberes demostrando su apego y lealtad a sus nuevas patrias.