Pese a ese optimismo universal que defiende la «solución de los dos Estados» hay algunos problemas que alimentan una importante dosis de escepticismo.

No hay declaración, iniciativa, plan o proyecto sobre la paz entre Israel y los palestinos que no pase por la mágica «solución de los dos Estados», un bálsamo de Fierabrás que traería la paz como los Reyes Magos traen regalos entre la noche del cinco de enero y la mañana del seis.

Sin ir más lejos: es la idea brillante tras el borrador de esa idea genial de Borrell para la paz… en la que no se contará ni con israelíes ni palestinos a la hora de diseñar las bases de algo que, en teoría, luego tendrán que negociar como si fueran lentejas. Por cierto, les adelanto un espóiler: ese plan no va a llevar a nada y ni siquiera llegará a reunir a las partes alrededor de una mesa de negociación.

La arrogancia de Borrell: prepara un plan de paz para Israel que se lanzará sin contar con israelíes ni palestinosC.Jordá

Pero volviendo a la «solución de los dos Estados», pese a ese optimismo universal que la defiende, hay algunos problemas: el primero es que si observamos la realidad sobre el terreno no parece que sea viable en décadas: los palestinos están divididos en dos facciones que se odian –Hamás y Fatah– y ni en Gaza ni en Cisjordania han crecido, desde el establecimiento de la Autoridad Nacional Palestina en 1994, ni las instituciones que forman la base de un Estado ni la estabilidad económica o política mínima que le daría cierta solidez imprescindible.

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Sin hablar de falta absoluta de democracia, ya no bajo la dictadura teocrática de Hamás en la Franja de Gaza, sino en todo los territorios palestinos: las últimas elecciones presidenciales se celebraron en 2005 y tampoco hay legislativas desde 2006. En ese plazo en Israel han tenido nueve procesos electorales, demasiados, sí, pero no deja de ser una diferencia llamativa y, sobre todo, significativa.

¿Preparados para tener un Estado?

No obstante, es posible que si desde su establecimiento la Autoridad Nacional Palestina no haya dado pasos hacia convertirse en una democracia homologable sino en la dirección contraria, se deba entre otras razones a que muchos de los cinco millones de habitantes de Gaza y Cisjordaniatampoco tienen un interés extraordinario en ello. De hecho, en aquellas elecciones de 2006 de las que les hablaba el ganador fue Hamás, que nos puede gustar más o infinitamente menos, pero que más allá de nuestra preferencia personal lo que está claro es que no es un partido democrático.

Y esto es un problema, claro: el establecimiento de un Estado palestino tiene que pasar por unas garantías de seguridad para Israel –¡incluso para los otros países de la zona!– que es muy difícil que ofrezca un pequeño estado dictatorial y muy inestable, controlado por bandas que a su vez están controladas por otras potencias. La toma de Gaza por Hamás en 2007 y lo que ha ocurrido desde entonces son los mejores ejemplos de ello.

Más aún: si hay un ingrediente imprescindible para la solución de dos Estados es la voluntad que han de tener ambos de reconocerse mutuamente y, es obvio, respetarse. Por mucho que la propaganda internacional diga lo contrario Israel sí ha demostrado esa voluntad y sólo responde con la fuerza ante las agresiones previas, además de ser una sociedad que ansía desesperadamente una paz que no ha tenido en sus casi ocho décadas de vida.

Del lado contrario, la manifestaciones propalestinas hablan de conquistar «desde el río hasta el mar» –una frase que significa la erradicación total de Israel, ya que no quedaría ningún espacio para el país de mayoría judía–; Hamás sigue sin reconocer el Estado de Israel para otra cosa que no sea acabar con él; y, a pesar de que la OLP sí reconoció a su vecino para firmar los acuerdos de Oslo en 1994, lo cierto es que los propios palestinos no parecen apostar por esa convivencia pacífica: de hecho una inmensa mayoría –hasta un 75% según encuestas realizadas sobre el terreno– apoya la salvajada del 7 de octubre.

¿Quiere Palestina un Estado palestino?

Está bastante claro, por tanto, que los palestinos no están tan interesados como podría pensarse en que haya dos Estados o que, al menos, que lo que verdaderamente desean es acabar con uno de ellos: el que ya existe.

Pero además de eso cabe preguntarse si de verdad desean tanto tener el suyo propio, porque lo cierto es que la historia nos dice lo contrario: el plan de partición de la ONU de 1947 ya preveía la creación de un estado árabe al mismo tiempo que el judío, pero los árabes se limitaron a atacar a Israel –siete países lo hicieron a la vez el día después de que se proclamase la independencia– y tratar de borrarlo de la faz de la tierra.

Incluso después de la sorprendente victoria israelí en esa guerra Cisjordania estaba en manos de Jordania y la Franja de Gaza en las de Egipto, pero nadie pensó que era necesario o conveniente crear un Estado con esos territorios.

De hecho, la Organización para la Liberación de Palestina no nace hasta 1964 y no empieza a tener protagonismo hasta después de que una nueva derrota –en este caso en la guerra del Yom Kippur– convence a los países árabes de que no podrán acabar con Israel con el simple uso de la fuerza militar.

Aun así, ni siquiera cuando el conflicto árabe-israelí se convierte en el conflicto palestino-israelí han dado los palestinos muestras de desear tanto la creación de ese Estado: en el año 2000 y ante un atónito Bill Clinton el indiscutible líder de la OLP, Yasir Arafat, rechazó una oferta de paz muy generosa del entonces primer ministro Ehud Barak, que aún fue un poco más espléndido en el 2001 en Taba, para obtener la misma respuesta. Idéntica contestación, por cierto, a la que años después, en 2008, daría Mahmud

Abas en Annapolis, ante el acuerdo que le ofrecía Ehud Olmert que incluía hasta la partición de Jerusalén, una línea que siempre había sido roja en las negociaciones.

Y desde entonces ni siquiera han participado en serio en unas conversaciones de paz y ni se han parado a considerar planes como el de Trump que les ofrecía 50.000 millones de dólares en ayudas. Repito: 50.000 millones de dólares, para una población de cinco millones de personas.

En definitiva, está bastante claro que pese al entusiasmo que despierta en las cancillerías y los medios de todo el mundo, la imprescindible, sacrosanta y casi mágica «solución de los dos Estados» sigue siendo, sobre todo, una utopía en la que no creen sus propios protagonistas.