Un pueblo puede hacer aportaciones propias a la cultura, pero el valor de los productos artísticos no se reduce a la apreciación del color local.
La independencia de la América hispana, a la zaga de la estadounidense y de la Revolución francesa, debe adscribirse aún al ideario ilustrado del siglo XVIII. Sus argumentos se apoyan en una visión universalista, que invoca la soberanía popular y el poder constituyente para crear la nación ex novo, sin ataduras con el pasado. Pero la edificación de las nuevas repúblicas, a lo largo del siglo XIX, coincidirá ya plenamente con el nacionalismo romántico que se impone en Europa, y que empuja también a los países hispanoamericanos a buscar un alma propia, una distintiva manera de ser que debe inferirse a partir de sus distintas manifestaciones culturales.
Por supuesto, correspondió siempre al poder político determinar cuáles eran esos rasgos característicos de la nacionalidad. El Estado sancionaba la oficialidad que hacía de tal novela, de tal composición o de tal pintura un símbolo del Volkgeist, un objeto de devoción pública y un ideal estético que debía ser ensalzado e imitado por todos los buenos hijos de la patria. Lo que se alejaba de esos modelos se volvía en cambio sospechoso de extranjerizante, de eso que en mi país de origen se llamaba musiú (forma popular, y sin duda paródica, de la palabra monsieur, claro). A los nacionalistas no les basta con que las personas sean de un sitio: deben, además, parecerlo, como la mujer de César.
A semejante imposición contestó Jorge Luis Borges en una famosa conferencia dictada en el Colegio Libre de Estudios Superiores de Buenos Aires el 19 de diciembre de 1951. Bajo el título «El escritor argentino y la tradición», la transcripción taquigráfica fue recogida en varias revistas a partir de 1953, y finalmente se incluyó en las Obras completas del genial autor.
Lo mejor de la conferencia, quizá, es el tono aparentemente inocuo, como de reflexiones improvisadas y al desgaire, con el que Borges va dejando caer las aplastantes razones para demoler los dogmas del criollismo. Con gracia sanchesca, benévolamente, somete el idealismo y la grandilocuencia nacionalistas al espejo del sentido común. Y no cae en el simplismo de adoptar poses cosmopolitas ni de negar que los pueblos posean rasgos característicos; pero no le da la gana de que estos tengan que definirse al dictado de ningún régimen ni de ninguna ideología oficial.Borges no desaprovechó la ocasión para dejar claro que el nacionalismo, más allá de forjar unas señas exteriores, hace un favor bastante flaco a ese genio nacional al que pretende cubrir de grandeza.
Comenzaba el autor de «El Aleph»por referirse al Martín Fierro, el poema que, según la cartilla nacionalista, debía ser para los argentinos «lo que los poemas homéricos fueron para los griegos». La obra de José Hernández, decía Borges, no era poesía hecha por gauchos, sino poesía gauchesca, esto es, que imitaba el habla de los vaqueros de la pampa. Y «la poesía gauchesca, que ha producido –me apresuro a repetirlo– obras admirables, es un género literario tan artificial como cualquier otro», recordaba el conferenciante.
El popularismo que canonizaba la poesía gauchesca era, según Borges, algo bastante contradictorio con el ánimo del pueblo a la hora de versificar, pues «el pueblo –y esto yo lo he observado no sólo en los payadores de la campaña, sino en los de las orillas de Buenos Aires–, cuando versifica, tiene la convicción de ejecutar algo importante, y rehúye instintivamente las voces populares y busca voces y giros altisonantes».
En cuanto a la necesidad de dar a las composiciones literarias un ambiente argentino, recreando todos aquellos elementos del paisaje que debían convertir la obra en una postal patria, Borges se remite a un gracioso precedente:
Gibbon observa que en el libro árabe por excelencia, en el Alcorán, no hay camellos; yo creo que si hubiera alguna duda sobre la autenticidad del Alcorán bastaría esta ausencia de camellos para probar que es árabe. Fue escrito por Mahoma, y Mahoma, como árabe, no tenía por qué saber que los camellos eran especialmente árabes; eran para él parte de la realidad, no tenía por qué distinguirlos; en cambio, un falsario, un turista, un nacionalista árabe, lo primero que hubiera hecho es prodigar camellos, caravanas de camellos en cada página; pero Mahoma, como árabe, estaba tranquilo: sabía que podía ser árabe sin camellos.
Pero Borges no desaprovecha la ocasión para dejar claro que el nacionalismo, más allá de forjar unas señas exteriores, hace un favor bastante flaco a ese genio nacional al que pretende cubrir de grandeza, y que en cambio reduce al pintoresquismo local y paleto:
Quiero señalar otra contradicción: los nacionalistas simulan venerar las capacidades de la mente argentina pero quieren limitar el ejercicio poético de esa mente a algunos pobres temas locales, como si los argentinos sólo pudiéramos hablar de orillas y estancias y no del universo».
Ahora bien: para el autor de Ficciones, lo contario al localismo y a la rareza exótica es esa cultura occidental –europea– que a través de la filosofía y de la ciencia ha ensanchado tan extraordinariamente los horizontes de la condición humana:
¿Cuál es la tradición argentina? Creo que podemos contestar fácilmente y que no hay problema en esta pregunta. Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental.
La identidad de un pueblo, por otra parte, puede asumirse como un aporte especial al conjunto de una determinada cultura, pero ello no implica ninguna forma de superioridad racial:
Tratándose de los irlandeses, no tenemos por qué suponer que la profusión de nombres irlandeses en la literatura y la filosofía británicas se deba a una preeminencia racial, porque muchos de esos irlandeses ilustres (Shaw, Berkeley, Swift) fueron descendientes de ingleses, fueron personas que no tenían sangre celta. Sin embargo, les bastó el hecho de sentirse irlandeses, distintos, para innovar en la cultura inglesa.
Un pueblo puede hacer aportaciones propias al patrimonio de la cultura universal, pero, en todo caso, el valor de los productos artísticos no se reduce a la apreciación del color local: para un novelista, lo importante es escribir buenas novelas: por eso, concluye Borges,
repito que no debemos temer y que debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo; no podemos concretarnos a lo argentino para ser argentinos: porque o ser argentino es una fatalidad, y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser argentino es una mera afectación, una máscara.