¿Qué por qué hay que empezar por ser una mejor persona? Porque decir la verdad cuesta. Cuesta siempre. Revisarse y descubrirse cómplice, víctima o victimario es un proceso duro y engorroso, pero también esencial.
Karin Silvina Hiebaum – International Press
Qué demonios. A estas alturas nadie sabe qué es nada. Nadie se pregunta cómo, por qué y hasta cuándo. Tenemos una certeza inexistente, una sensación rara de que todo está perfectamente hilado, y nos dejamos llevar.
Hay peligro en dejarse llevar y siempre lo he dicho. Qué cosa posmoderna esa de la fluidez. Somos latinoamericanos. Seamos francos: Octavio Paz tenía razón cuando dijo que los latinos no vivimos la modernidad, chulería afrancesada, y mucho menos la posmodernidad -¿cómo ser posmodernos si no fuimos jamás modernos?-. ¿Qué rayos hacemos nosotros dejándonos llevar por un sueño que no soñamos, una realidad que no construimos?
Es cierto que nos han tocado los efectos del giro lingüístico, el terremoto posmoderno, el sueño americano, la ola coreana, la globalización neoliberal, el auge del grupejo GAFA (Google, Amazon, Facebook y Apple) y la conformación — a ver quién sigue recordando a McLuhan — de la aldea global que hace tropecientos años vaticinaron los estudios en comunicación. ¡Pero somos latinos!
Cuando pienso en Clarice Lispector siempre la imagino con un cigarrillo en la comisura de los labios -el cigarrillo final-. Clarice dijo una vez que ella había muerto no una, sino muchas veces, cada vez que necesitó morir para seguir viviendo.
Me parece sublime pensar en reinventarse, justamente porque lo que llamamos «la vida» puede ser una basura si no tomamos al toro por los cuernos; y que la vida, la otra, la no-abstracta, la que no miramos y que no nos interesa mucho en verdad; esa vida no existe sin la muerte. Y no es la Parca ni ocho cuartos, es la muerte de todos los días o la de nunca, la muerte de muchas veces. La muerte que se vive cuando estamos en condiciones de hacer una revolución.
Pero ¿cuándo es ese momento? Es fácil, porque — probablemente — ha sido más de una vez en la vida, y ha pasado completamente inadvertido.
¿Cómo podemos presenciar lo injusto y no levantar los ojos, no hacer una llamada — LA llamada — no poner nuestro cuerpo de escudo? ¿Cómo podemos acceder a ser pura mercancía por bronceadas y por lindas, expuestas al mejor postor? ¿Cómo alcanzamos a ser cómplices de una sociedad que no entiende que haber muerto no es lo mismo que ser asesinada, y que gritar es la única manera que nos queda para reclamar lo que es nuestro?
¡Ah, la revolución!
Lispector tenía claro que negar es una buena forma de empezar de nuevo. Negar, no obstante, conduce o es resultado de una búsqueda de la verdad, una verdad ontológica si se quiere. Negar es la muerte, a efectos lispectorianos — con el permiso — y la vida es ese subvertir el orden, el empezar de nuevo: la revolución.
¿Qué tienen que ver McLuhan y los BTS?
Fácil: somos latinos, pero el aire posmoderno y la consecuente dominación cibernética nos han traído muchos regalitos. El Santa Claus de Internet tiene de todo, aún si nos portamos mal. Santa Claus, el pobre, un inventillo comercial…Internet nos ha dejado sin ganas de buscar la verdad, nos ha seducido fuera de las proyecciones revolucionarias, y nos ha regalado, por si acaso, la ilusión de que, efectivamente, todos los días hacemos esa revolución.
Me dan ganas de gritarte cuando dices que eres feminista. Es un instinto violento — que me perdonen los inquisidores — que me sale del infracuerpo y que vuelvo a tragar, o convierto en una sonrisa. Ahora vas a decir que el infracuerpo no existe, que soy un poco satánica, y que debería irme a casa a afeitar mis peludas piernas de una vez y por todas.
Recuerda: las palabras son muy peligrosas. Ya la mente humana es demasiado coqueta con lo simple y lo barroco, que quizás sean — quién sabe — una y la misma cosa.
Mejor no te pongas etiquetas, mi amigo, que te traicionas. Sigue siendo una buena idea rebelarse contra las etiquetas, si aún no llega la fiebre del insomnio, y podemos mantener intacto nuestro sentido común.
En todo su derecho están los hombres de llamarse feministas. El feminismo tiene una arista esencialmente humana: es una lucha inclusiva por antonomasia. Por tanto los hombres, claro está, pueden estar de este lado, del lado de quienes quieren un cambio, de quienes piensan una revolución.
Pero mejor sería que no te llames feminista tan pronto. Al menos espera a revisar tu conducta con el mundo y contigo mismo; apacigua esa fiera que es tu ego de hombre y vuelve a tu centro. Desde allí mira a tu amiga, a tu hermana, a tu novia; mírame a mí, y con modestia, dinos — a todas — que quieres participar. Abandona tu tribuna y regresa al mundo — fuera de Internet — , para que el activismo de sillón nunca te sea suficiente, y acabes de matar a la bestia-hombre y te vuelvas, así, simplemente, tú.
Desde allí, desde aquí, podremos planear la revolución.
¿Qué por qué hay que empezar por ser una mejor persona? Porque decir la verdad cuesta. Cuesta siempre. Revisarse y descubrirse cómplice, víctima o victimario es un proceso duro y engorroso, pero también esencial.
Porque, de lo contrario, caerías en lo que Internet y la ya sofisticadísima industria cultural tiene preparado para ti: millones y millones de dólares invertidos para que seas un feminista con swing, que me hables del girl power y creas (te equivocas) que si me dejas hablar primero ya me estás empoderando.
No: nadie hace nada por empoderar al otro. El feminismo es una lucha eminentemente empática, que destruye las estructuras de poder y se apoya en la precisión de la autoconciencia y, por qué no, de la conciencia colectiva.
No te dejes llevar por las camisetas, ni los volantes, ni las foticos de Pinterest. Empieza por dentro. Recuerda a Silvio: tu casa, tu camisa, tu corazón. Métele con todo, si siendo hombre nos quieres acompañar. Mas anda con tino, te aconsejo: recuerda que tu status dentro del sistema es distinto, y tu realidad también lo ha sido. Dale con calma.
La muerte de Clarice Lispector, la que experimentó una y otra vez, fue ese suicidio interno tan necesario cuando hay que crecer. ¿Qué más da quemar las naves cuando se tiene la certeza de que valdrá la pena?
La fluidez, el dejarse llevar (por las dinámicas de Internet, por la vida, por los demás) es en extremo riesgoso. Más cuando la Verdad se ha extinguido, y parecería que todo se vale, que cada cabeza es un mundo, que el sentido común se ha extinguido.
Siempre hay tiempo para hacer esa pausa necesaria. Tiempo para terminar con todo aquello que nos es ingrato en nosotros mismos. Tiempo para saber qué hacer y cómo. Tiempo para no asistir a nuestra muerte lenta, involuntaria.
Siempre hay tiempo para hacer una auténtica revolución (feminista, humana e inclusiva). Tengo el presentimiento: será como volver a nacer.