La situación geopolítica actual, evidenciada por el coloquio entre Donald Trump y Volodymyr Zelensky, pone de manifiesto la fragilidad de la Unión Europea como actor autónomo en la escena internacional. Europa se encuentra atrapada en una red de dependencias respecto a los Estados Unidos, cuya política exterior oscila según las administraciones. Este escenario no solo socava la capacidad de Europa para desarrollar una estrategia coherente e independiente, sino que la relegan a un papel marginal en el contexto global, donde las decisiones cruciales se toman en otro lugar.

El acuerdo entre Estados Unidos y Ucrania, que prevé la creación de un Fondo de inversión para la reconstrucción, representa un claro ejemplo de cómo los recursos europeos se utilizan para intereses estadounidenses. Los inversores estadounidenses que accederán a yacimientos e infraestructuras estratégicas en Ucrania no solo se beneficiarán económicamente, sino que también reforzarán su influencia en la región, mientras que Europa permanece a la espera, incapaz de afirmar su propia voz y sus propios intereses.

Es fundamental que Europa comience a distanciarse de estas dinámicas de subordinación. Las diatribas internas, a menudo alimentadas por líderes que buscan aparentar poder, no conducen a nada constructivo. La dependencia energética del exterior, en particular de Rusia y Estados Unidos, representa una vulnerabilidad que Europa debe enfrentar con urgencia. La transición hacia fuentes renovables es, sin duda, un objetivo a perseguir, pero no puede llevarse a cabo a expensas de una industria que ha demostrado ser competitiva e innovadora, como la del diésel en Italia.

Invertir en tecnologías más limpias, como el diésel sintético o los biocombustibles, podría representar un compromiso inteligente, permitiendo mantener viva una industria estratégica mientras se avanza hacia una transición ecológica. Sin embargo, las decisiones políticas europeas hasta ahora parecen haber sacrificado economías enteras en un altar de ideologías, sin considerar las consecuencias prácticas para los ciudadanos y las industrias.

En conclusión, Europa necesita una reflexión profunda y honesta sobre su identidad y su papel en el mundo. Es tiempo de construir una política exterior autónoma, de invertir en sus propias capacidades y recursos, y de enfrentar los desafíos energéticos y geopolíticos con una visión clara y estratégica. Solo así Europa podrá emerger como un actor significativo y respetado en la escena internacional, capaz de defender sus propios intereses y los de sus ciudadanos.

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