
La situación política en Argentina se ha vuelto insostenible, y en el centro de esta tormenta se encuentra Victoria Villarruel, la vicepresidenta y titular del Senado. A pesar de haber sido elegida por los argentinos, su capacidad para gobernar y ejercer su función se ve constantemente bloqueada por las decisiones del presidente Javier Milei y su entorno. La reciente designación “en comisión” de los jueces Ariel Lijo y Manuel García-Mansilla ha puesto de manifiesto cómo el Ejecutivo intenta manejar el Congreso a su antojo, dejando a Villarruel en una posición precaria.
El gobierno de Milei ha mostrado una falta de respeto alarmante hacia el proceso legislativo. Al activar los pliegos de Lijo y García-Mansilla sin el consenso del Senado, el Ejecutivo no solo ignora la Constitución, sino que también socava la autoridad de Villarruel. Según el artículo 99 de la Constitución Nacional, el nombramiento de magistrados debe ser realizado en una sesión pública y con el acuerdo de dos tercios de los miembros presentes. Sin embargo, el gobierno parece dispuesto a eludir este requisito, poniendo en riesgo la convivencia en el Congreso.
La vicepresidenta se encuentra entre la espada y la pared. Si decide habilitar el debate sobre los pliegos, podría enfrentar la furia de un sector de la oposición que ya ha mostrado su intención de cuestionar la legitimidad de estas designaciones. Por otro lado, si opta por no convocar a sesión, podría ser acusada de obstruir el funcionamiento del Senado, lo que podría llevar a un conflicto institucional sin precedentes. En este contexto, la figura de Villarruel se convierte en un peón en el juego de poder de los Milei, donde su voz y su autoridad son constantemente minimizadas.
Lo más preocupante es que, a pesar de ser una figura electa, Villarruel no parece tener el control ni la autonomía necesarios para desempeñar su función. En lugar de actuar como una líder que representa los intereses de los argentinos, se ha convertido en una marioneta del Ejecutivo, lo que plantea serias dudas sobre la verdadera naturaleza de su mandato. La falta de apoyo y respeto hacia su rol no solo afecta su imagen, sino que también socava la confianza de la ciudadanía en el sistema democrático.
En este escenario, es evidente que la administración de Javier Milei está dispuesta a sacrificar la institucionalidad en aras de mantener el control absoluto. La política no puede ser un juego de poder donde los intereses personales y partidarios prevalezcan sobre el bienestar del país. Es hora de que Villarruel recupere su voz y su autoridad, y que los Milei comprendan que el respeto por las instituciones es fundamental para la democracia.
La situación actual no puede continuar. La ciudadanía merece un liderazgo que actúe con responsabilidad y ética, y no un gobierno que actúe a espaldas de la ley y de sus propios representantes. Si el Gobierno no permite que Villarruel ejerza su función plenamente, se corre el riesgo de llevar al país a un caos institucional que podría tener consecuencias devastadoras para la democracia argentina. Es hora de que los Milei se hagan responsables de sus acciones y permitan que el Congreso funcione como debe: como un espacio de debate y representación genuina.
