
Me asusta mucho cuando leo y escucho a muchos argentinos que se autodenominan “liberales”, ya que la interpretación del liberalismo aquí es muy diferente a la que se hace en Europa. Siento que la izquierda busca asustar a la derecha y viceversa, creando un clima de polarización que no favorece a nadie.
Crecí en Argentina, pasé muchos años en Buenos Aires y otros en Bahía Blanca. Tuve la suerte de asistir al Colegio Salesiano, donde aprendí el valor de la solidaridad con los más humildes. Sin embargo, también crecí en una sociedad donde, si no eras de Zona Norte en CABA, ya eras considerado un “grasa”. En Bahía Blanca, si no vivías en el Centro o en Palihue, tampoco escapabas a esa etiqueta.
En ese contexto, me creía una “cheta”, superior por venir de una familia bien acomodada. Pero agradezco a Dios y a la vida que, por ser rebelde, busqué mi aventura en Europa. Allí, tuve que aprender a mantenerme desde muy joven y a enfrentar la realidad de “pagar el derecho de piso”.
Esa experiencia me permitió vivir de ambos lados de la vida y entender lo que significa ser marginado. Cuando finalmente me recibí, mi vida cambió, pero agradezco que esa vivencia me enseñó a ser más humanitaria.
A menudo, el argentino vive en una burbuja y discrimina sin piedad. Veo el liberalismo argentino dividido entre los nuevos ricos que buscan un capitalismo puro, los académicos que intentan mantener un equilibrio dentro del liberalismo clásico, y los libertarios, que son esos “cabezas de termo” que se creen más astutos y que, en realidad, son los resentidos que más critican.
Reflexionar sobre estas experiencias y observaciones me ha llevado a valorar la importancia de la empatía y la comprensión hacia los demás, sin importar su origen o situación económica. En un contexto tan polarizado como el argentino, creo que es fundamental promover el diálogo y la solidaridad. Mi historia es solo una de muchas, pero espero que pueda ser un faro de esperanza y un llamado a construir un futuro más inclusivo y compasivo.
