
La reciente escalada en la tensión entre el gobierno de Javier Milei y los gobernadores provinciales no es solo un episodio más en el convulso panorama político argentino; es un reflejo de una crisis más profunda en la que la política parece haber perdido su esencia. La promoción de Eduardo “Lule” Menem por parte de Karina Milei como posible secretario de Interior no solo indica un endurecimiento de la postura del oficialismo, sino que también pone de manifiesto la falta de diálogo y la creciente polarización que caracteriza a la política actual.
El conflicto se origina en una serie de decisiones que han dejado a los mandatarios provinciales en una posición vulnerable, obligándolos a recurrir al Senado para intentar hacer valer sus intereses. La acusación de Javier Milei a los gobernadores de querer “destruir al Gobierno nacional” es un claro ejemplo de la retórica bélica que ha permeado el discurso político, donde el adversario se convierte en un enemigo a combatir en lugar de un socio con el que negociar.
La figura de Lule Menem, impulsada por Karina, representa un cambio de estrategia que busca consolidar el poder en un círculo íntimo que se aleja de la moderación y del consenso. La política, que se supone debe ser un espacio de construcción colectiva y diálogo, se ha transformado en un campo de batalla donde las victorias se miden en términos de poder y control, en lugar de en el bienestar de la ciudadanía.
Los gobernadores, por su parte, han comenzado a responder a esta ofensiva desde el Senado, buscando recuperar parte de la influencia que han perdido. Sin embargo, su estrategia parece ser más reactiva que proactiva, lo que refleja una falta de cohesión y una incapacidad para presentar una alternativa sólida frente a un gobierno que, aunque polarizante, ha sabido capitalizar la desconfianza y el desencanto popular hacia la política tradicional.
La situación es especialmente preocupante cuando se observa que, a pesar de haber respaldado leyes clave, los gobernadores sienten que no reciben nada a cambio. La frase “Les votamos todo y no nos dan nada” resuena como un eco de la frustración de un sector que se siente traicionado por un gobierno que prometió un cambio radical pero que, en la práctica, parece haber caído en las mismas dinámicas de exclusión y desdén hacia las provincias que han caracterizado a administraciones anteriores.
La política, en este contexto, se prostituye: se ofrece como un producto que se negocia y se intercambia, pero que carece de sustancia y propósito. La falta de recursos y la escasez de respuestas efectivas han llevado a los gobernadores a una situación de desesperación, donde cualquier concesión se convierte en un acto de supervivencia política. La búsqueda de un reparto automático de fondos, aunque necesaria, refleja una dependencia que limita la capacidad de los gobiernos provinciales para actuar con autonomía y responsabilidad.
A medida que se acercan las elecciones, el escenario se torna aún más complejo. La lucha interna por el poder en el oficialismo, con figuras como Karina y Lule Menem en el centro del escenario, sugiere que el conflicto con los gobernadores no solo es una cuestión de gestión, sino también de estrategia electoral. La construcción de un bloque de poder en torno a la figura de Milei parece priorizar la consolidación de una base de apoyo en detrimento de la gobernabilidad y el diálogo.
En conclusión, la actual crisis política en Argentina, marcada por la interna libertaria y el conflicto con los gobernadores, es un claro indicativo de la prostitución de la política. Lo que debería ser un espacio de construcción democrática se ha convertido en un campo de batalla donde el diálogo y la cooperación han sido reemplazados por la desconfianza y la confrontación. Para que la política recupere su esencia, es fundamental que se reestablezcan los canales de comunicación y se fomente un verdadero espíritu de colaboración entre el gobierno y las provincias, priorizando siempre el bienestar de la ciudadanía por encima de las luchas de poder.

