
La reciente decisión del gobierno de Javier Milei de privatizar Enarsa, la empresa estatal de energía, marca un hito significativo en la política económica argentina. Con la resolución firmada por el ministro Luis Caputo, el proceso de venta de la participación estatal en Transener, la principal transportista de energía eléctrica del país, ha comenzado, lo que plantea serias reflexiones sobre el futuro energético de la nación y el rol del Estado en la economía.
La privatización de Enarsa no es un hecho aislado, sino parte de un plan más amplio que busca fragmentar la empresa por unidades de negocio, permitiendo su venta por partes. Este enfoque, que se presenta como una estrategia para “ordenar el funcionamiento del Estado”, es en realidad un intento de desmantelar un actor clave en la política energética nacional. Enarsa fue concebida como una herramienta para garantizar la soberanía energética y la seguridad de suministro, y su liquidación representa un grave riesgo para la estabilidad del sector.
El argumento del gobierno de que Enarsa ha sido históricamente ineficiente y dependiente del Tesoro es cuestionable. Si bien es cierto que la empresa ha enfrentado desafíos, la solución no radica en su privatización, sino en una gestión más eficiente y en la inversión en infraestructura. La entrega de recursos energéticos y la infraestructura nacional al sector privado no solo pone en peligro el acceso a la energía de millones de argentinos, sino que también abre la puerta a la especulación y a la volatilidad de precios que el mercado suele generar.
La privatización de sectores estratégicos, como la energía, ha demostrado ser un camino problemático en muchos países. La experiencia ha mostrado que, en muchos casos, la búsqueda de rentabilidad a corto plazo por parte de empresas privadas ha llevado a un deterioro en la calidad del servicio y al aumento de tarifas, afectando especialmente a los sectores más vulnerables de la sociedad. En un país donde la pobreza y la desigualdad son desafíos persistentes, la privatización de Enarsa podría profundizar aún más estas brechas.
Además, la creación de la Agencia de Transformación de Empresas Públicas, destinada a acelerar la venta de activos estatales, plantea interrogantes sobre la transparencia y la rendición de cuentas en este proceso. La tasación del valor del paquete accionario por parte de un banco público no garantiza que la operación se realice en condiciones justas y equitativas. La falta de un debate público y de una consulta amplia sobre el futuro de Enarsa y su impacto en la sociedad es preocupante y sugiere que se están priorizando intereses económicos sobre el bienestar de la población.
La privatización de Enarsa es un paso más en la liquidación del patrimonio público argentino, en un contexto donde el gobierno parece estar más interesado en cumplir con los dictados de organismos internacionales que en proteger los intereses de su ciudadanía. La energía es un derecho fundamental y debe ser gestionada de manera que garantice el acceso y la equidad, no como una mercancía a la que se le puede poner un precio.
En conclusión, la decisión de privatizar Enarsa y entregar el control eléctrico nacional al sector privado es un camino peligroso que podría tener repercusiones duraderas en el bienestar de los argentinos. La política energética debe centrarse en la soberanía y el acceso universal a la energía, no en la búsqueda de beneficios inmediatos para unos pocos. Es fundamental que la sociedad civil, los trabajadores y todos los actores involucrados se unan para resistir esta tendencia y exigir un modelo energético que priorice el interés público por encima del lucro privado. La defensa del patrimonio público es una lucha que trasciende gobiernos y que debe ser una prioridad para todos aquellos que creen en un futuro más justo y equitativo.
