Hace poco más de veinte años, la caída desde el décimo piso del edificio de Lucio Mansilla 2429 en el barrio de Recoleta terminó con la vida de Lourdes Di Natale. Tenía 45 años y, según la crónica publicada entonces por La Nación, su muerte fue caratulada como “averiguación de suicidio”. Cerca del cuerpo se encontró un cuchillo tipo Tramontina. Lo que para la investigación oficial quedó rápidamente como una muerte autoinfligida, para muchos fue —y sigue siendo— una ficha perdida en el tablero de un escándalo mayor: el tráfico ilegal de armas desde la Argentina hacia Croacia a fines de los noventa.

Lourdes no era una testigo cualquiera. Fue secretaria de Emir Yoma —cuñado del entonces presidente Carlos Menem— y declaró ante la Justicia sobre reuniones, coimas y la existencia de agendas que vinculaban nombres poderosos con la venta ilegal de armamento. Según sus denuncias, Yoma recibía en sus oficinas a traficantes y a funcionarios vinculados a Fabricaciones Militares; sostuvo además que había cobrado coimas por agilizar operaciones. En 2001 entregó a la Justicia copias de varias agendas que, según ella, documentaban esos vínculos.

En contraste con su rol como denunciante, su ex marido, el abogado Mariano Cúneo Libarona, fue el defensor de Emir Yoma en la causa por contrabando de armas. Frente a las declaraciones y a las pruebas aportadas por Lourdes, Cúneo Libarona descalificó sus testimonios, argumentando que ella estaba “emocionalmente desequilibrada” y que decía haber sido amenazada de muerte. Dos años después de sus denuncias, Lourdes murió en circunstancias que no convencieron a gran parte de la opinión pública; la causa quedó cerrada bajo la hipótesis del suicidio.

El paso del tiempo no borró las preguntas. Los testimonios que Lourdes aportó contribuyeron a procesamientos que sacudieron a la política argentina de la época; sin embargo, para muchos quedó la sensación de que no se investigó con la profundidad necesaria la cadena de responsabilidades, las amenazas denunciadas y las circunstancias concretas de su muerte. El dato de la existencia de un arma blanca junto al cuerpo, y la historia de una mujer que afirmaba temer por su vida tras denunciar a poderosos, alimentaron la sospecha de que la verdad había sido silenciada.

Más allá de la historia personal de Lourdes y de su vínculo con la causa de las armas, lo que resulta inquietante —y por eso vuelve a emerger cada vez que reaparecen estos nombres en la escena pública— es la paradoja institucional: personas vinculadas a episodios controvertidos de la Justicia y la política terminan, en ocasiones, ocupando cargos clave en el mismo sistema que debió investigarlos o proteger a quienes denunciaron.

En este sentido, la designación de Mariano Cúneo Libarona en un puesto tan sensible como el Ministerio de Justicia (o su nominación para responsabilidad pública en materia judicial) reabre una discusión elemental sobre memoria, legitimidad y confianza en las instituciones. Para buena parte de la sociedad, que espera justicia y reparación, resulta intolerable que quien defendió públicamente la versión que desprestigiaba a una denunciante ahora ocupe un rol central en la administración de la justicia. No se trata solo de una controversia personal: es una señal sobre qué tipo de proyectos institucionales se priorizan y sobre la capacidad del Estado para dar respuestas creíbles a las víctimas y a la opinión pública.

Qué se espera de un Ministerio de Justicia en democracia no es ajeno a estos debates. Transparencia en las causas, independencia judicial, protección efectiva de testigos y denunciantes, y un compromiso real con la investigación de delitos complejos —incluido el posible encubrimiento o la inacción en escenarios donde hay indicios de presión o violencia— deberían ser mínimos innegociables. Cuando figuras vinculadas a episodios turbios llegan a administrar esas políticas, la percepción de impunidad se profundiza.

Veinte años después del fallecimiento de Lourdes Di Natale, su caso sigue siendo una herida abierta para quienes exigen memoria y justicia. Que sus denuncias —aportadas con agendas y testimonio— terminaran en procesos que incomodaron a sectores del poder no puede diluir la necesidad de revisar y, si procede, reabrir investigaciones cuando persisten dudas relevantes sobre hechos tan graves.

La democracia necesita instituciones que inspiren confianza. Y la confianza se construye con verdad, con investigación seria y con respuestas claras frente a la sospecha de encubrimiento. Si la sociedad no pone en el centro la memoria de quienes denunciaron y la búsqueda de verdad, la sensación de impunidad se perpetuará. Designaciones y nombres pasan; lo que permanece es la demanda por justicia. Reabrir discusiones, fortalecer protección a testigos y garantizar procesos imparciales son tareas urgentes si se quiere honrar la memoria de Lourdes y recuperar la credibilidad de las instituciones.

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