
“Ser argentinos y defender el himno y la Constitución es nuestro lema”. “Ser argentinos y amar la libertad de expresión, respetar el pensar diferente y mirar constructivamente hacia adelante en búsqueda de soluciones es nuestro ideal”. Estas dos frases, aparentemente paralelas, encierran una tensión fecunda: por un lado, el orgullo por símbolos que nos identifican y un llamado a la preservación de un marco jurídico que ampara la vida en común; por otro, la apertura a la diversidad de ideas y la búsqueda activa de soluciones mediante el diálogo y la creatividad cívica. Reflexionar sobre estas afirmaciones no es simplemente repetir consignas patrióticas; es preguntarnos cómo traducir esos enunciados en prácticas que sostengan a una sociedad sana, plural e integrada. En Argentina, como en cualquier democracia madura, la lealtad a la patria y la defensa de sus símbolos deben coexistir con el compromiso crítico y propositivo que permite el progreso social.
El himno y la Constitución son, en distintos planos, anclas de identidad colectiva. El himno, con su llamada hasta los trances de libertad, ha sido entonado en actos públicos y privados, en momentos de alegría y de duelo. La Constitución, por su parte, organiza la convivencia política, define derechos y deberes, y ofrece un marco para dirimir conflictos de manera institucional. Ambos símbolos tienen una función pedagógica: rememoran luchas y conquistas, fijan marcos de referencia y conjugan memorias compartidas. Sin embargo, no deben convertirse en fetiches. Defender la Constitución no puede significar defender una interpretación rígida que impida adaptar las normas a realidades nuevas; proteger el himno no debe impedir que cuestionemos aspectos de nuestra historia que requieren reparación o mayor reconocimiento. Amar la patria implica, en última instancia, mejorarla desde sus cimientos.
La Constitución es la carta de navegación de una república: ordena poderes, garantiza derechos y establece límites. Defenderla implica respaldar su primacía sobre la arbitrariedad, exigir el cumplimiento de sus normas y trabajar para que todos los habitantes conozcan sus derechos. Pero la defensa constitucional también exige que la sociedad esté vigilante frente a intentos de captura institucional, frente a la corrupción y frente a la instrumentalización del poder. Ser argentinos comprometidos con la Constitución es educar en su contenido, promover su interpretación conforme a los principios democráticos y sociales, y velar por la independencia de los poderes que permiten su vigencia: el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial. Es también reconocer que la Constitución es un texto vivo, sujeto a reformas discutidas y legitimadas democráticamente cuando la sociedad lo requiere.
La libertad de expresión, mencionada en el ideal, es una condición indispensable para la vitalidad democrática. Permite que las ideas circulen, que las críticas se formulen y que las decisiones públicas se sometan a escrutinio. Defender esa libertad no solo significa proteger el derecho de quienes pensamos igual, sino también el de quienes disienten. En sociedades polarizadas, la tentación de acallar voces incómodas puede presentarse bajo el ropaje de “defensa del orden” o de “verdad única”. Sin embargo, la libertad de expresión tiene límites éticos y legales —como la protección contra la difamación, el discurso de odio o la apología de la violencia— que están previstos para proteger a los más vulnerables y para sostener un debate público responsable. La tarea es compleja: fomentar un espacio donde la verdad y la opinión, la crítica y la propuesta, se encuentren sin convertirse en armas que destruyan la convivencia.
Respetar el pensar diferente es un ejercicio de madurez cívica. La pluralidad de ideas resulta inevitable en sociedades diversas y es, en sí misma, un recurso creativo: de las diferencias emergen alternativas, se identifican errores y se multiplican soluciones. No se trata de un relativismo que iguale verdad y mentira, sino de reconocer que la discusión es el método para aproximarse a decisiones más justas y efectivas. Respetar implica escuchar con atención, argumentar con respeto y aceptar que la persuación se consigue mejor con razones que con insultos. Además, el respeto al disentir requiere instituciones que permitan canalizar las discrepancias: medios de comunicación libres y plurales, tribunales independientes, espacios de participación ciudadana y partidos políticos que promuevan la deliberación interna.
Mirar constructivamente hacia adelante en búsqueda de soluciones demanda una actitud proactiva y una ética del bien común. No alcanza con identificar problemas: hay que proponer vías para resolverlos y comprometerse en su implementación. Esto exige el cruce de saberes —técnicos, sociales, culturales— y el diseño de políticas públicas basadas en evidencia. También implica reconocer errores y aprender de experiencias pasadas, evitando la tentación de repetir viejas fórmulas solo por confort ideológico. La construcción de soluciones es un ejercicio colectivo: requiere la suma de esfuerzos del sector público, la iniciativa privada y la sociedad civil. En el caso argentino, esto se traduce en políticas que combinen crecimiento con inclusión, inversión con justicia social, eficiencia administrativa con transparencia.
La educación cívica y la formación en pensamiento crítico son pilares para que este ideal no quede en meras frases. Educar en la Constitución, en los símbolos nacionales, en la historia y en las instituciones debe ir acompañado de la enseñanza de habilidades para argumentar, para distinguir fuentes confiables, para detectar falacias y para participar responsablemente. La escuela y la universidad tienen la tarea de formar ciudadanos capaces de leer la realidad con mirada crítica y de actuar con compromiso ético. La familia y las organizaciones comunitarias también juegan un rol central al transmitir valores de respeto y de responsabilidad. Sin una ciudadanía informada y reflexiva, las instituciones quedan a merced de la demagogia y la polarización.
Las instituciones —medios de comunicación, Poder Judicial, fuerzas de seguridad, organizaciones sociales— son la columna vertebral que materializa valores constitucionales y democráticos. Proteger a estas instituciones de presiones indebidas, garantizar su profesionalismo y promover transparencia son condiciones necesarias para que la defensa del himno y de la Constitución no quede en un formalismo retórico. Al mismo tiempo, las instituciones deben ser permeables a la crítica y al control ciudadano: mecanismos de rendición de cuentas, auditorías independientes, acceso a la información pública y canales reales de participación son herramientas que fortalecen la confianza social. Una democracia sólida se nutre de instituciones que funcionen bien y de ciudadanos que las vigilen sin caer en la desconfianza totalizante que paraliza.
La juventud argentina tiene un rol decisivo en hacer realidad este ideal. Los jóvenes son fuerza creativa, móvil e inventiva; traen nuevas lecturas del presente y proponen soluciones que a veces el aparato tradicional no alcanza a concebir. Involucrarlos en la política, en la gestión local, en emprendimientos sociales y en redes de innovación es invertir en el futuro. Pero esa inclusión exige oportunidades reales: acceso a educación de calidad, empleo digno, reconocimiento de sus derechos y espacios para la participación efectiva. Educar en el valor de la libertad de expresión, el respeto a la diversidad y el compromiso con las instituciones es una inversión que rinde en cohesión social.
El desafío contemporáneo incluye amenazas concretas: la desinformación, la polarización acelerada por redes sociales, la precariedad económica y las brechas sociales que generan resentimientos. Frente a la desinformación, es urgente promover alfabetización mediática y fortalecer medios públicos y privados que cumplan con estándares profesionales. Frente a la polarización, hay que priorizar espacios de encuentro y diálogo local donde las personas se reconozcan más allá de etiquetas ideológicas. Frente a las desigualdades, las políticas públicas deben orientarse a disminuir brechas, garantizando oportunidades y protección social. Estas respuestas requieren una mirada integral y coordinada; son labores de largo plazo que exigen paciencia cívica y persistencia.
Sobre cómo traducir en acciones concretas ese “amar la libertad de expresión y respetar el pensar diferente” se pueden esbozar propuestas prácticas: promover foros locales de deliberación donde vecinos discutan prioridades de inversión municipal; impulsar mecanismos de democracia participativa como presupuestos participativos; fortalecer la educación cívica en todos los niveles escolares; crear programas de formación en pensamiento crítico y alfabetización digital; proteger legalmente y con recursos a los órganos de control; y diseñar campañas públicas que promuevan la convivencia y la tolerancia. Estas medidas no resuelven los problemas por sí solas, pero crean ecosistemas en los que el diálogo informado y la búsqueda de soluciones tienen más probabilidades de prosperar.
Finalmente, ser argentino y defender el himno y la Constitución no es un acto de nostalgia, sino una apuesta hacia el futuro. Amar la libertad de expresión y respetar el pensar diferente son compromisos que hacen posible la convivencia democrática. El ideal propuesto —mirar constructivamente hacia adelante en búsqueda de soluciones— exige que dejemos de lado el verbo fácil y asumamos el trabajo cotidiano: dialogar con quienes no pensamos igual, formar a las nuevas generaciones en espíritu crítico y respeto, fortalecer instituciones y diseñar políticas que prioricen la equidad y la responsabilidad. La patria que queremos se construye desde la pluralidad y la solidaridad, desde la defensa de nuestras instituciones y la valentía para corregir sus fallas. Si estas convicciones se traducen en prácticas, entonces el lema y el ideal no serán meras frases, sino el pulso vivo de una sociedad que se reconoce, se respeta y progresa junto.

