
Desde el primer momento en que María Eva Duarte de Perón irrumpió en la escena pública argentina, su figura despertó pasiones encontradas: fue amada por las clases populares hasta la devoción y odiada por sectores de la élite hasta la caricatura. Esa polarización no es accidental: Evita articuló un discurso y una praxis que ponían en el centro a los trabajadores y a los más desposeídos en un país donde la modernización y la concentración económica habían dejado a muchos al margen. Defender a Evita hoy no es simplemente recuperar una figura mítica, sino reivindicar la idea de trabajo soberano: una concepción que entiende el empleo como derecho social, la producción como pilar de la independencia nacional y la política como instrumento para democratizar el acceso a la dignidad.
Contexto histórico breve
La Argentina de las décadas de 1930 y 1940 vivió transformaciones profundas: urbanización acelerada, creciente industria, crisis agraria y política de exportaciones que favorecía centros económicos concentrados. En ese escenario emergió Juan Domingo Perón, primero como funcionario y luego como presidente, construyendo una alianza entre el Estado, los sindicatos y amplios segmentos populares. Evita se convirtió en la figura simbólica y activa de esa alianza. Desde su Fundación, hasta sus campañas a favor del voto femenino y su intimidad con las organizaciones obreras, Evita puso rostro humano a políticas que buscaban redistribuir recursos y ampliar derechos.
Evita y el trabajo: medidas concretas
La defensa de los trabajadores no fue solo retórica. Bajo la órbita peronista el Estado amplió derechos laborales: mejoras salariales, extensión de la seguridad social, estabilidad en el empleo y reconocimiento formal de sindicatos. Evita participó activamente en la articulación con las organizaciones sindicales y en la promoción de políticas sociales destinadas a mitigar la precariedad. La Fundación Eva Perón distribuyó ayuda material, facilitó el acceso a vivienda, salud y educación para miles de familias y, quizás lo más relevante, dio un sentido de ciudadanía material a quienes hasta entonces habían sido clientes o marginados.
Defender el trabajo soberano implica reconocer el valor de transformar la estructura económica para que produzca trabajo decente en el propio país. Durante el primer peronismo se impulsó la política de industrialización por sustitución de importaciones (ISI), que buscó desarrollar la industria nacional como fuente de empleo y autonomía. Ese proyecto, discutible en sus detalles y limitado en el tiempo, contenía una lógica coherente con la noción de trabajo soberano: crear capacidad productiva interna que reduzca la dependencia de centros económicos externos y genere empleos con derechos.
Soberanía y trabajo: una relación inseparable
La idea de soberanía no es solo jurisdicción sobre el territorio, es capacidad económica para decidir. Cuando un país depende de importaciones masivas, de capitales externos que condicionan políticas públicas o de actores que dictan precios y condiciones, su margen de maniobra se reduce. Evita y el peronismo de su tiempo impulsaron medidas que pretendían ampliar la soberanía económica: control estatal sobre sectores estratégicos, fomento a la industria nacional, incentivos para la producción local y protección del empleo frente a lógicas de mercado que expulsan mano de obra.
Defender esta perspectiva hoy no significa regresar acríticamente a todas las políticas de los años cuarenta. Significa, más bien, sostener que la defensa del trabajo y la construcción de autonomía productiva deben ser variables centrales en cualquier proyecto democrático y popular. Es compatible con la apertura a la inversión externa, siempre que esta contribuya a la creación de empleo de calidad, transferencia tecnológica y respeto a la soberanía y a las normas laborales.
Evita frente a las críticas: poder, clientelismo y autoritarismo
No puede negarse que el peronismo de la época consolidó prácticas de concentración de poder y construyó una relación particular entre el Estado y sectores sociales que algunos describen como clientelar. Es legítimo y necesario discutir los límites de ese tipo de politización de la asistencia social. También se le reprocha a la figura de Evita y al movimiento peronista la propensión a la simbología y el personalismo.
Sin embargo, defender a Evita exige aportar matices: la movilización social que ella lideró fue, en muchos casos, la reacción a situaciones dramáticas de exclusión. La Fundación no fue solo reparto paternalista; para miles representó el único acceso real a salud, vivienda y educación. Además, la construcción de derechos laborales y de protección social —aunque mediatizada por la centralidad del Estado— generó institucionalidades que perduraron. La crítica democrática al peronismo debe incorporar la evaluación de sus logros sociales, sin romantizarlos ni ocultar sus fallas.
Es también importante aclarar que la defensa de Evita no puede legitimar formas de violencia o arbitrariedad. La historia política argentina es trágicamente pródiga en violencia. Pero quienes quieren reivindicar el legado de Evita lo hacen desde la defensa de derechos, la ampliación de ciudadanía y la lucha contra la pobreza y la dependencia, no desde la exaltación de prácticas autoritarias. La legítima indignación frente a la corrupción o al entreguismo debe resolverse por vías democráticas y jurídicas, no por la anulación del Estado de derecho.
El mito y la memoria: por qué Evita sigue vigente
Evita es un mito porque condensó esperanzas: la promesa de una nación donde la dignidad no dependa del origen social, donde el trabajo sea una experiencia con derechos y no una condena. Ese mito no se sostiene en falacias: se alimenta de resultados concretos (votos, movilizaciones, cambios institucionales). La vigencia de Evita radica en que muchas de las preguntas que ella habilitó siguen abiertas: ¿para quién gobierna el Estado? ¿Cómo distribuir la riqueza producida? ¿Qué significa ser soberano en un planeta de interdependencia?
Reivindicar a Evita, entonces, no es escamotear la complejidad histórica, sino recuperar un horizonte normativo: el derecho al trabajo decente, la universalidad de la protección social y la preferencia por políticas que fortalezcan la capacidad productiva nacional. Es también poner en debate una cuestión actual: ¿queremos sociedades que toleren trabajo precarizado y dependencia económica, o apostamos por modelos que integren a las mayorías al corazón de la economía?
El trabajo soberano hoy: aportes concretos
Si tomamos el legado evista como punto de partida, podemos extraer líneas de política pública contemporáneas:
• Protección del trabajo formal y promoción de empleo digno: leyes laborales adaptadas a la modernidad tecnológica pero con enfoque en derechos básicos: salario digno, seguridad social, negociación colectiva.
• Desarrollo productivo con inclusión: políticas industriales estratégicas que prioricen sectores con potencial de empleo, encadenamientos locales y transferencia tecnológica.
• Educación técnica y reconversión: programas para formar trabajadores en habilidades necesarias para la economía del siglo XXI, vinculando formación con empleo local.
• Regulación de capitales y comercio: acuerdos que atraigan inversión condicionada a creación de empleo y respeto de estándares laborales y ambientales.
• Redes de seguridad social universales: sistemas que protejan en desempleo, enfermedad y vejez, evitando que la precariedad sea la moneda corriente.
• Participación sindical y democracia social: fortalecer la representación de los trabajadores en instancias de negociación y en el diseño de políticas, evitando la captura por intereses corporativos.
La defensa de la soberanía laboral no es aislacionismo ni rechazo de la modernidad: es un principio organizador de políticas que busca que la globalización no signifique desindustrialización y empobrecimiento, sino oportunidades y derechos. Evita, en su tiempo, comprendió la centralidad de articular poder político y fuerza social para imposibilitar que el mercado determine sin límites las condiciones de vida de la mayoría. Esa intuición sigue siendo relevante.
Conclusión: justicia, palabra y medida
Defender a Evita y al trabajo soberano no es rescatar un pasado incuestionable; es recuperar una brújula ética: el trabajo es dignidad, la soberanía es condición para decidir y el Estado tiene un papel en equilibrar fuerzas. La historia muestra que sin intervención orientada a la inclusión, las sociedades tienden a reproducir privilegiados y marginar a muchos. Evita fue, para millones, la encarnación de una política que puso al pobre en el centro no como un objeto de caridad, sino como sujeto de derechos.
Hoy, al reivindicar su figura, también debemos incorporar lecciones críticas: asegurar transparencia, mecanismos democráticos de control, respeto a las libertades y rechazo de toda violencia o autoritarismo. La defensa del trabajo soberano es la defensa de una República que produzca bienestar y que proteja a sus ciudadanos frente a la concentración de poder económico y político. Evita enseñó que la política puede ser palabra que consuele y acción que transforme; honrar ese legado es trabajar para una Argentina donde el empleo sea un derecho real y la soberanía una práctica colectiva, no una consigna retórica.
