Olivos, milanesas y fisuras: la sobremesa que desnuda la fragilidad de las coaliciones

La imagen es tan doméstica como simbólica: dos protagonistas centrales de la política argentina sentados a la mesa de la Residencia de Olivos, compartiendo una cena que se anuncia protocolar y termina siendo un diagnóstico público de la condición del poder. Que esa escena haya incluido milanesas —detalle menor, pero humanizador— contrasta con la intensidad política que acompañó la velada: renuncias en el gabinete, conversaciones sobre reformas estructurales y, sobre todo, una fractura dentro del espacio que debería sostener la gobernabilidad. La postal —Milei y Macri, tensión a flor de piel; Macri saliendo «Nada, chau»— permite leer no solo un episodio puntual sino varias dinámicas que atraviesan a la política argentina contemporánea.

Primero: la gobernabilidad bajo condiciones de fragmentación. Javier Milei llega al gobierno con un mandato potente desde una base electoral nueva y con un programa de reformas profundas —laboral, impositiva, penal— cuya concreción depende no solo de voluntad ejecutiva sino de apoyos parlamentarios cohesos. Que la primera reunión entre el Presidente y Mauricio Macri, exreferente del espacio PRO, termine con dos renuncias de peso (jefe de Gabinete y ministro del Interior) y con la pérdida de siete diputados del bloque PRO hacia filas libertarias es un síntoma de dos realidades coexistentes: la debilidad de los armazones partidarios tradicionales y la capacidad del nuevo espacio de capitalizar disputas internas.

Las renuncias en el gabinete operan como señales: primero para la opinión pública, que percibe inestabilidad, y segundo dentro del propio sistema político, donde los actores recalculan lealtades y costos. No es lo mismo negociar reformas con un gabinete percibido como estable que con cambios que pueden interpretarse como concesiones o fracturas internas. Si Milei —o cualquier presidente— necesita que el PRO actúe como sostén legislativo, una fragmentación interna acelera la negociación a dos vías: por un lado, la posibilidad de cooptar a los diputados díscolos; por otro, la urgencia de redefinir plataformas y tácticas para evitar que el Ejecutivo quede aislado en votaciones clave.

Segundo: la metamorfosis de las identidades partidarias. La adhesión de siete diputados ligados al sector de Patricia Bullrich a las filas libertarias no es un mero corrimiento de bancas; expresa una disputa de identidades políticas dentro del espacio que nació como alternativa al peronismo. El PRO, que durante años fue un vehículo para articular diferentes sensibilidades del liberalismo y del conservadurismo argentino, muestra ahora que su cohesión depende más de liderazgos personales que de anclajes programáticos claros. Para Mauricio Macri, la escena es doblemente incómoda: por un lado, lo obliga a recalibrar su rol como interlocutor del gobierno; por otro, lo expone a perder centralidad dentro del llamado «espacio no peronista», desdibujando la capacidad de esa fuerza para presentarse como alternativa consolidada.

Tercero: estrategias políticas y costos de corto plazo. Milei puede interpretar la fractura como una oportunidad para avanzar: si hay diputados dispuestos a migrar, es plausible que el oficialismo busque asegurar votos reciclándolos como aliados puntuales para aprobar reformas, a cambio de concesiones. Esa táctica, sin embargo, tiene límites. Convertir acuerdos coyunturales en políticas de Estado requiere estabilidad y legitimidad; si las leyes aprobadas se perciben como fruto de un revoleo de bancas o de una negociación fragmentaria, su perdurabilidad quedará en entredicho y podrían proliferar resistencias institucionales y sociales.

Cuarto: la dimensión simbólica y la comunicación. La salida de Macri, incómodo y silente, con un «Nada, chau» que dice más por lo que niega que por lo que afirma, es un gesto político en sí mismo. Comunica distancia, desencuentro y, posiblemente, una decisión de resguardar capital político ante un escenario que no controla del todo. En un momento en que la política se juega tanto en los gestos como en las leyes, la narrativa pública —quién aparece como conciliador, quién como inamovible, quién como oportunista— es central para la capacidad de avanzar reformas.

Quinto: riesgos para la calidad institucional. Los gobiernos que nacen con agendas de shock tienen dos tentaciones contrapuestas pero peligrosas: imponer cambios de manera apresurada con mayoría efímera, o retroceder y perder el momentum transformador. Ninguna de las dos conduce necesariamente a la estabilidad. Cuando además las mayorías se obtienen por fisuras en el bloque opositor o por cambios de alineación personalistas, aumentan las sospechas de transitoriedad y la volatilidad política. A largo plazo, esto erosiona la confianza en las instituciones y en la previsibilidad del sistema político, factores que son vitales para inversiones, acuerdos sociales y la gobernanza cotidiana.

Escenarios y vías posibles

•   Consolidación pragmática: Milei logra tejer acuerdos puntuales con los diputados que migraron, ofreciendo cargos, incentivos legislativos o concesiones programáticas menores. Resultado: aprobación de parte de la agenda, pero con legislación frágil y sujeto a revocaciones futuras.
•   Reacomodamiento del PRO: Macri y los dirigentes del espacio deciden una estrategia de recomposición interna —ya sea disciplinando a los díscolos o renovando liderazgos— para preservar un bloque coherente. Resultado: oposición más sólida, negociación por mayor profundidad institucional y un gobierno más obligado a consensuar.
•   Polarización y governabilidad erosionada: la lógica de rupturas personales y faccionales termina por atomizar alianzas y elevar la conflictividad. Resultado: parálisis legislativa, crisis de gabinete e impacto negativo en la economía y la agenda social.

Reflexión final

Si la política argentina quiere evitar la lógica de sobremesas que terminan en exilios personales y renuncias en cadena, tendrá que dar un paso que va más allá de quién gana o pierde en la mesa: construir la paciencia institucional necesaria para transformar mayorías volátiles en acuerdos duraderos. Eso, más que una conversación entre dos ex y actuales presidentes, es la tarea urgente que la noche de Olivos puso sobre la mesa.

La cena en Olivos —con sus milanesas y sus renuncias— no fue solo un episodio de alto voltaje político; fue un retrato de la transición argentina hacia un mapa político más fragmentado, donde las identidades partidarias se construyen y destruyen rápidamente, y donde la capacidad de transformar el mandato en políticas públicas depende tanto de la habilidad negociadora como de la fortaleza institucional. Para la salud democrática del país no alcanza con que un proyecto tenga energía electoral; hace falta que esa energía se traduzca en instituciones sólidas, consensos mínimos y reglas de juego que permitan que las reformas sobrevivan a las coyunturas.

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