
Hay figuras que trascienden la pantalla, que se graban en la memoria colectiva no solo por los personajes que interpretaron, sino por la calidez, el talento y la humanidad que transmiten en cada gesto. Pablo Alarcón es, sin dudas, uno de esos nombres que forman parte del corazón mismo de la historia televisiva argentina. Actor de raza, galán de telenovelas, artista del teatro, pero sobre todo, un hombre con una sensibilidad que conmueve.
La pandemia fue un tiempo oscuro para todos. Nos obligó a detenernos, a mirar hacia adentro, a enfrentar miedos y silencios. Pero también, paradójicamente, abrió la puerta a nuevos encuentros y amistades. En medio de aquel contexto incierto, tuve la fortuna de conocer a Pablo Alarcón desde un lugar distinto, más íntimo, más humano. No como espectadora de sus interpretaciones, sino como amiga.
Esa amistad fue, y sigue siendo, una de las experiencias más hermosas que me dejó ese tiempo. Conocer al artista ya era un privilegio; conocer a la persona detrás del artista, fue un regalo.
El hombre detrás del actor
Muchos lo recuerdan como el protagonista de aquellas inolvidables telenovelas que marcaron una época: Rosa de Lejos, Trampa para un soñador, Pobre Diabla y tantas otras que reunían a las familias frente al televisor. Eran tiempos en que la televisión argentina era un puente entre las emociones de los personajes y las de los espectadores. Pablo Alarcón, con su carisma y su mirada intensa, lograba que el público se sintiera parte de esas historias, que riera, llorara y soñara con cada capítulo.
Pero más allá del intérprete talentoso, hay un ser humano de una humildad y generosidad admirables. Pablo es de esos artistas que no se refugian en los laureles del pasado ni en la nostalgia de los aplausos. Al contrario, sigue con la misma pasión, el mismo compromiso con el arte y con la gente. Hablar con él es descubrir a un hombre reflexivo, sensible, que valora los vínculos, la memoria cultural y la necesidad de cuidar a quienes hicieron tanto por la cultura argentina.
La Casa del Teatro: un refugio para los grandes artistas
Hoy, Pablo Alarcón ocupa el cargo de Vicepresidente de la Casa del Teatro, una institución emblemática que alberga a muchos de los grandes artistas que dieron brillo a los escenarios y pantallas de nuestro país. Allí, en ese edificio cargado de historia y emoción, residen actores, cantantes, bailarines y técnicos que dedicaron su vida al espectáculo y que hoy encuentran un hogar y un espacio de contención.
Su compromiso con la Casa del Teatro no es simbólico. Pablo está presente, activo, involucrado. Se preocupa por cada detalle, por cada residente, por cada historia que late entre esas paredes. Lo mueve la gratitud y el amor por su oficio. Entiende que el arte no solo se celebra, también se cuida. Que detrás de cada aplauso hubo años de esfuerzo, de sacrificios, de sueños cumplidos y postergados.
“Los artistas no se jubilan —me dijo una tarde—. Seguimos creando, imaginando, sintiendo. Lo que cambia es el escenario”. Y en sus palabras hay verdad y poesía. La Casa del Teatro, en gran parte, representa eso: la continuidad del espíritu creativo más allá del tiempo.
Una charla entre amigos
Hace poco tuve el privilegio de compartir un café con Pablo en el tradicional Babieca de Santa Fe y Riobamba, uno de esos rincones porteños que conservan el encanto de la conversación pausada y el aroma de los buenos recuerdos. Allí, entre risas, anécdotas y reflexiones, volví a confirmar lo que ya sabía: que detrás del gran actor hay un hombre excepcional.
Pablo habla del arte con la misma pasión que lo caracteriza en escena. Recuerda sus comienzos, los años de formación, los desafíos, las glorias y las caídas. No hay en él resentimiento ni vanidad; hay agradecimiento. “El público siempre me dio más de lo que yo podía imaginar”, dice con humildad. Y cuando habla de sus compañeros, lo hace con respeto y ternura. Los nombra a todos, los recuerda, los reivindica.
Durante la charla, el tiempo pareció detenerse. Era como si las décadas de historia de la televisión argentina se condensaran en esa mesa. De fondo, el bullicio de la ciudad contrastaba con la serenidad de su mirada. En sus ojos hay un brillo que mezcla nostalgia y esperanza: nostalgia por los años dorados del espectáculo nacional, y esperanza en que nuevas generaciones valoren y rescaten ese legado.
El legado de una época
En los años 80 y 90, Pablo Alarcón fue uno de los rostros más queridos de la televisión argentina. Con Rosa de Lejos, junto a Leonor Benedetto, protagonizó una de las telenovelas más recordadas del país. Aquella historia de amor, lucha y superación atravesó fronteras, y su personaje se convirtió en símbolo de una época.
Pero reducir su trayectoria a la televisión sería injusto. Pablo también brilló en el teatro y el cine, demostrando una versatilidad que pocos actores poseen. Su voz profunda, su presencia escénica y su capacidad para transmitir emociones genuinas lo convirtieron en un artista completo.
En una industria cambiante, donde muchas veces se olvida con facilidad a quienes construyeron su historia, Pablo Alarcón sigue siendo un referente. No solo por su talento, sino por su coherencia, su compromiso y su calidez humana.
El valor de lo humano
En los tiempos que corren, donde la velocidad y lo superficial parecen dominarlo todo, encontrarse con personas como Pablo es un recordatorio de lo esencial. Él representa la autenticidad, la pasión por el oficio, la importancia de los vínculos verdaderos.
A través de nuestra amistad, comprendí algo que muchas veces olvidamos: detrás de cada artista hay un ser humano con sueños, miedos, alegrías y dolores. Personas que nos hicieron reír o llorar desde una pantalla, pero que también vivieron sus propias historias lejos de los reflectores.
Y en ese reconocimiento humano está el verdadero homenaje. Porque cuando un actor se apaga en escena, lo que queda no es solo el personaje, sino la huella que deja en el corazón del público y en quienes tuvieron la dicha de conocerlo de cerca.
Una figura que inspira
Pablo Alarcón es un símbolo de una generación de artistas que entendían el trabajo actoral como un compromiso con la verdad. No actuaban para brillar, sino para comunicar. Y eso, quizá, es lo que más lo distingue: su autenticidad.
Cada vez que hablo con él, siento que sigue aprendiendo, que su curiosidad y su sensibilidad permanecen intactas. No se conforma con lo hecho; siempre busca nuevos proyectos, nuevos desafíos, nuevas formas de contar historias. Esa inquietud es la que lo mantiene vigente, y la que inspira a quienes lo rodean.
Reflexión final
Cuando pienso en Pablo Alarcón, pienso en la gratitud. En la gratitud hacia esos artistas que marcaron generaciones, que nos hicieron sentir acompañados, que nos enseñaron a emocionarnos. Pero también en la gratitud hacia la vida, por permitirme conocerlo desde otro lugar, compartir charlas, risas y silencios con un hombre que honra su profesión con dignidad y amor.
La pandemia nos dejó heridas, pero también nos dio la oportunidad de mirar distinto, de valorar lo esencial. En mi caso, me permitió descubrir en Pablo Alarcón no solo al actor legendario que admiré desde siempre, sino al amigo generoso, al ser humano sensible que sigue creyendo en el poder del arte para transformar.
Porque al final, más allá de los aplausos y los recuerdos, lo que perdura es eso: la humanidad. Y en Pablo Alarcón, esa humanidad brilla con la misma intensidad con que alguna vez lo hizo en la pantalla.
Palabras finales:
Pablo Alarcón no solo es un gran artista; es un pedazo vivo de nuestra memoria cultural. Un ejemplo de talento, humildad y compromiso. Y sobre todo, una gran persona, de esas que dejan huella en cada encuentro, en cada conversación y en cada corazón que toca.


