La reciente destitución de Diana Mondino como Canciller de Argentina ha puesto de relieve una serie de deficiencias en la gestión del gobierno de Javier Milei, no solo en cuestiones diplomáticas, sino también en la estructura de poder que ha decidido implementar el presidente. Si bien Mondino ha sido la cara visible de un deslave diplomático tras el voto del país ante la ONU, la responsabilidad de este fiasco debería extenderse más allá de ella, recayendo principalmente en el nuevo Canciller, Gerardo Werthein, y su equipo, que incluye a personajes como el controversial embajador designado ante la ONU, Trípoli.
El hecho de que el responsable del voto en la ONU haya sido el «Vito» de Cancillería, Tropepu, designado por Werthein, sugiere que la cadena de mando está completamente desconectada. La falta de coherencia en las decisiones tomadas revela no solo una falta de preparación, sino también una falta de responsabilidad política. Si el presidente tiene la intención de dirigir con mano dura, debería comenzar reconociendo que aquellos a quienes elige para representarlo y a los que da poder tienen consecuencias directas en la política internacional del país.
La responsabilidad no puede caer solamente sobre Mondino; sería simplista y, en última instancia, injusto. La gestión de Werthein muestra que no basta tener una buena reputación en el ámbito deportivo para ser un buen Canciller. Su designación de Tropepu y la movilidad de Trípoli dentro de su círculo más cercano delatan un patrón de improvisación. El presidente y su canciller han sido incapaces de planificar y anticipar las repercusiones de sus acciones en el ámbito internacional.
Además, el silencio sobre los vínculos de Werthein con figuras influyentes como George Soros también plantea serias dudas sobre la dirección y el enfoque que se está tomando. La relación entre Werthein y Soros ha sido objeto de especulación, llorando por mayores esclarecimientos en un momento en que se demandan transparencia y claridad sobre las alianzas políticas. Si es cierto que hay contactos formales e informales entre ellos, esto añade otra capa de complejidad a la ya intrincada red de relaciones diplomáticas e influencias que rodean al gobierno de Milei. La pregunta que surge es: ¿quién está realmente dirigiendo la política exterior de Argentina? ¿Es Milei el verdadero líder o simplemente un títere de intereses más complejos?
El hecho de que los roles de liderazgo no se asignen con la debida competencia experticia, sino que parezcan basarse en conexiones personales y decisiones arbitrarias, es profundamente preocupante. Esta improvisación no solo ha llevado al país a una situación diplomática desafortunada, sino que también crea un ambiente de inestabilidad que puede repercutir en el ámbito económico y social.
En conclusión, la gestión de Javier Milei comienza a ser un escenario en que la responsabilidad y la coherencia se pierden en un mar de desaciertos. La destitución de Mondino es solo la punta del iceberg de un manejo del poder que ha dejado muchas preguntas sin responder, tanto sobre la efectividad de los hombres escogidos por el presidente como sobre las intenciones ocultas que puedan estar diccionando el futuro de la política exterior argentina. A medida que el gobierno se adentra en aguas turbulentas, es esencial que se exija rendición de cuentas y que se recupere un sentido de responsabilidad que parece haber desaparecido en el laberinto político actual.