Argentina atraviesa un momento crítico, marcado por una alarmante falta de lealtad hacia los propios principios e ideologías que deberían guiar a su sociedad. Este fenómeno no es reciente; sus raíces se hunden en la historia misma del país, en una cultura que ha ido perdiendo el norte, despojándose de valores fundamentales que antes eran pilares de la convivencia.

Hoy, resulta casi normal observar cómo las posturas de la gente cambian con la misma rapidez con la que uno se cambia de ropa interior. La volatilidad de las opiniones, la falta de compromiso con ideales y la constante búsqueda de conveniencias personales han creado un paisaje desolador. La familia, que solía ser el núcleo de transmisión de valores, ha visto erosionados sus principios. La comunicación se ha vuelto superficial y la moral, en muchos casos, se justifica como una mera evolución social, cuando en realidad es una caída en picada hacia la falta de ética.

La tolerancia y la confianza, dos valores esenciales para cualquier sociedad, se han desvanecido. La lucha por los propios ideales ha sido sustituida por una cultura del descarte. “Esto no me sirve, lo tiro y empiezo de nuevo”, parece ser el mantra de una generación que ha olvidado el valor de la resiliencia. En la política, este comportamiento se manifiesta de manera cruda: los líderes son desechados como trapos viejos, y los nuevos rostros que emergen son, en su mayoría, los mismos de siempre, aquellos que han aprendido a vivir del Estado.

La ironía es palpable: aquellos que critican al Estado, tildándolo de “casta”, son los mismos que buscan acomodar a su círculo íntimo en las estructuras de poder. Este ciclo vicioso perpetúa la desconfianza y la frustración en la ciudadanía, que se siente atrapada entre promesas vacías y realidades decepcionantes.

¿Dónde queda la esperanza en medio de este panorama desalentador? ¿Estamos condenados a vivir con la resignación de que “me chupa un huevo”? O, por el contrario, ¿será que hemos normalizado esta situación, aceptando lo inaceptable como parte de nuestra cotidianidad?

Es momento de despertar. La sociedad argentina necesita recuperar el sentido de pertenencia a un proyecto colectivo, donde la lealtad a los principios y la lucha por ideales comunes sean la norma, no la excepción. No podemos permitir que la política y la vida social se sigan manejando con métodos de “motosierra”, donde todo se corta y se descarta sin reflexión.

La reconstrucción de la confianza y la moral comienza con cada uno de nosotros. Es hora de cuestionar, de exigir, de no conformarnos con lo que se nos ofrece. La historia nos ha enseñado que el cambio es posible, pero requiere de un compromiso genuino y colectivo. No podemos seguir siendo espectadores pasivos; debemos ser protagonistas activos en la construcción de un futuro mejor.

Despertar no es solo una opción; es una necesidad urgente. La Argentina necesita recuperar su rumbo, y eso solo será posible si todos nos comprometemos a luchar por los valores que realmente importan.

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