En la Argentina contemporánea, el lenguaje se ha convertido en un campo de batalla. La violencia, lejos de ser un fenómeno aislado, ha permeado todos los niveles de la vida política y social, desde el recinto de la Cámara de Diputados hasta las calles donde los ciudadanos se manifiestan. La reciente escena de legisladores gritando, insultándose y llegando a los golpes en el Congreso es un reflejo de una cultura política en crisis. Esta violencia no solo se limita a las palabras; se manifiesta también en la brutalidad policial contra los manifestantes, como se evidenció en la represión de un reclamo justo por parte de jubilados, donde se registraron heridos y detenidos, incluyendo a adultos mayores y periodistas.

La llegada de Javier Milei al poder ha marcado un punto de inflexión en esta dinámica. Su estilo provocador y su retórica incendiaria han normalizado la violencia como una forma de resolver conflictos. Desde sus constantes insultos a la oposición y a figuras como el Papa Francisco, hasta su declaración de que hará “correr” a quienes no piensan como él, Milei ha establecido un precedente peligroso. Este tipo de lenguaje no es solo un detalle de mala educación; es un indicativo de cómo se percibe y se enfrenta la disidencia en el país. La violencia se ha convertido en el idioma que se habla, un recurso habitual para dirimir desacuerdos y tensiones, tanto dentro del oficialismo como en la sociedad en general.

No se puede negar que la sociedad ideal, donde prevalezcan la paz y la solidaridad, es un objetivo difícil de alcanzar. Sin embargo, estos valores deben ser promovidos y defendidos, al menos como un horizonte hacia el cual dirigir nuestros esfuerzos colectivos. Cuando la máxima autoridad del país abandona estos principios y opta por un discurso de confrontación, lo que se desencadena es una cadena de reacciones que alimenta la violencia y la polarización. La reciente represión y el caos en el Congreso son síntomas de una enfermedad más profunda: la descomposición del diálogo democrático y la legitimación de la fuerza como única respuesta a la disidencia.

Es alarmante observar cómo esta violencia ha sido utilizada como una herramienta política. Mientras el gobierno se enfrenta a crisis como la criptoestafa y la entrega al FMI, los episodios de violencia y caos pueden servir para desviar la atención pública y desdibujar la responsabilidad de la administración. En lugar de abordar los problemas estructurales que afectan a la ciudadanía, se opta por un espectáculo de confrontación que distrae y desmoviliza.

El desafío que enfrenta Argentina es monumental. La violencia como idioma no solo afecta a los actores políticos, sino que también se infiltra en la vida cotidiana de los ciudadanos, creando un ambiente de desconfianza y miedo. Para revertir esta tendencia, es fundamental que tanto los líderes como la población en su conjunto se comprometan a restaurar el diálogo, la empatía y el respeto. Solo así se podrá construir un futuro donde la violencia no sea la norma, sino una excepción que se rechaza en favor de la paz y la cooperación.

En conclusión, el país se encuentra en un cruce de caminos. La violencia como idioma puede parecer una opción fácil y tentadora, pero sus consecuencias son devastadoras. La construcción de una sociedad más justa y equitativa requiere un esfuerzo consciente por parte de todos: un compromiso con el diálogo y la búsqueda de soluciones pacíficas a los conflictos. La historia de Argentina no debe ser escrita con sangre y gritos, sino con la esperanza de un futuro donde todos puedan ser escuchados y respetados.

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