Nota dedicada a Laura Lavalle por la ida de su gran amigo!
En las necrológicas de estos días se alaba, con razón, su compromiso con la libertad, su coherencia, su vastísima producción periodística
Karin Silvina Hiebaum – International Press
Ha fallecido Carlos Alberto Montaner, escritor, periodista, cubano. Sobre todo, cubano. Y liberal. Un liberal al que tantas discrepancias me unían. Me unen, debo decir en presente, ya que creo con firmeza en la eternidad. Carlos Alberto, no, aunque ahora esté en ella.
Su amigo Uria cuenta: “Lo conocí en Madrid a mediados de los noventa cuando un grupo de universitarios fundamos la asociación Cuba en Transición, convencidos de que el hundimiento de la URSS arrastraría a la dictadura castrista. Por allí andaban Mario Noya, Rafa Rubio, Pablo Hispán o Matías Jove.” También apoyaban la causa Rosa Montero, Hermann Tertsch (entonces, subdirector de El País) y también Zoe Valdés, recién exiliada en París. En uno de los primeros actos estuvo Montaner, que dedicó un buen rato a los jóvenes. «Es inaudito que, ustedes, siendo españoles y tan jóvenes, hayan tomado esta bandera. Déjenme decirles que me reconforta».
Mi relación con Carlos Alberto fue intermitente y se basó en mi admiración y su generosidad. Porque era un tipo generoso y, si le pedías un favor, te lo hacía, aunque apenas te conociera. O buscaba a quien pudiera hacerlo. En mi caso, varios favores. El más relevante, una recomendación para la Universidad de Georgetown que le envió a Eusebio Mujal-León, también cubano, aunque camino de la socialdemocracia. En cierto modo, se parecían: agudos, grandes conversadores y magníficos escuchadores. Recuerdo una cena de los tres en Washington, hablando de todo un poco: de la política norteamericana, de Cuba, de qué pasaría cuando todo cayera… Yo, mucho más joven, tenía varias teorías contradictorias. Ellos rieron, con aquella educación prerrevolucionaria en la que habían crecido. La risa fue irónica en el caso de Carlos Alberto, brillante en el de Eusebio. O al revés, no puedo asegurarlo.
Mis jornadas en Georgetown se dividían entre archivos y pañales –mi hijo pequeño tenía un año y pronto nos nacería un gringo–, pura escatología en ambos casos si uno investiga sobre la revolución fidelista. Me pasaba los días con informes de la Secretaría de Estado y de la CIA, desentrañando el papel de los católicos en la guerrilla y los primeros años del triunfo. Aquella noche le conté a Carlos Alberto un hallazgo: una nota de la embajada estadounidense que hablaba de él. «Montaner Suris, Carlos Alberto. Activista, capacidad de liderazgo. Seguir». Venía acompañado de otros tres o cuatro nombres, jóvenes opositores. «Yo también fui joven, que es la edad de las locuras», afirmó sin darle importancia al hallazgo y sin dársela él. En su caso, aquellas locuras le habían llevado a la cárcel con diecisiete años, para cumplir una pena de dos décadas por oponerse al régimen. El Gobierno cubano lo llamó terrorismo. A los dos meses, escapó del presidio y en 1961 salió de Cuba gracias a la embajada de Honduras.
En las necrológicas de estos días se alaba, con razón, su compromiso con la libertad, su coherencia, su vastísima producción periodística. Montaner era un excelente analista político, con una rara capacidad para detectar el autoritarismo antes que nadie. También, un conferenciante de primera. Jaime Suchlicki, durante muchos años director de la Cátedra Bacardí de estudios cubanos de la Universidad de Miami, decía que Carlos Alberto garantizaba lleno seguro «para varios días». A mí me acompañó en dos ocasiones, la última en la Casa de América con otro gigante, el historiador y jesuita Fernando García de Cortázar, inesperadamente fallecido el año pasado. Eran de la misma edad y pese ver el mundo con ojos distintos –escépticos y algo pesimistas, los de Carlos Alberto; católicos y confiados en el caso de Fernando– ambos compartían su firmeza frente al totalitarismo, ya fuera el de Fidel o el de ETA.
Sus últimos años de vida quedaron marcados por la una enfermedad cruel, variante del párkinson. Me lo dijo por teléfono. Yo le llamaba puntualmente por su cumpleaños y en aquella ocasión me preguntó por la Clínica Universidad de Navarra. Prometí gestionarlo. Semanas más tarde, en uno de sus viajes de vuelta a Madrid, lo recogí en Barajas y comimos juntos. Él ya se había instalado en un liberalismo radical donde la autonomía humana era absoluta y sin referente exterior alguno. El fondo de su argumentación no era nuevo; la forma, sí. Por supuesto, coherente, pero de una coherencia feroz. Se lo argumenté, me escuchó atento y respondió con su peculiar media voz: «Uría, eres un conservador camino de la reacción. Lees demasiado a Scruton». Ambos reímos con gana. Dominaba la ironía y sabía rebajar la tensión. Al final, nos despedimos con un «nos vemos pronto», pero no pudo ser. Carlos Alberto eligió, libérrimamente, el momento de morir. No lo cuestiono, quién soy yo para ello, pero eso no atenúa la pena.
Se ha ido un titán de libertad. De la estirpe de Pérez Serantes, Huber Matos, Mario Chanes o Pedro Meurice. Un hombre valiente y bueno sin ostentación. Un cubano que, como millones, jamás regresó a su patria. Descansa en paz, Carlos Alberto. Volveremos a vernos.