La política es una de las áreas más importantes en cualquier sociedad, ya que es el medio a través del cual se toman decisiones y se establecen las normas que rigen la convivencia en una comunidad. En este contexto, dos términos que suelen ser objeto de debate y controversia son derecha y liberalismo. Aunque a menudo se utilizan como sinónimos, en realidad son dos conceptos distintos que representan ideologías políticas diferentes. En este artículo, analizaremos en profundidad las diferencias entre ambos y cómo se manifiestan en la práctica.
¿Qué es la derecha?
La derecha es una corriente política que se caracteriza por defender la tradición, la autoridad y la propiedad privada. Se opone al cambio y a la intervención del Estado en la economía y en la sociedad. En términos generales, la derecha se sitúa en el espectro político en el lado opuesto al de la izquierda, y suele estar asociada con partidos conservadores y liberales.
Principios de la derecha
Entre los principales principios de la derecha, destacan:
- Conservadurismo: la defensa de la tradición y la resistencia al cambio.
- Liberalismo: la promoción de la libertad individual y económica.
- Nacionalismo: la exaltación de la identidad nacional y la soberanía del Estado.
- Capitalismo: la defensa de la propiedad privada y la economía de mercado.
- Religión: la importancia de los valores religiosos y la moral en la sociedad.
Políticas de la derecha
En términos de políticas concretas, la derecha suele defender:
- Reducción de impuestos: considera que una menor carga impositiva favorece la iniciativa privada y el crecimiento económico.
- Menor intervención del Estado: defiende un Estado mínimo que no interfiera en la economía ni en la vida de los ciudadanos.
- Libertad económica: promueve la libre competencia y la eliminación de barreras comerciales.
- Valores tradicionales: apoya la familia tradicional, la religión y la moralidad en la sociedad.
- Seguridad y defensa: prioriza la seguridad nacional y la defensa de la soberanía del Estado.
¿Qué es el liberalismo?
El liberalismo es una corriente política que defiende la libertad individual, la igualdad de oportunidades y la limitación del poder del Estado. Se opone al autoritarismo y al control estatal en la economía y en la sociedad. En términos generales, el liberalismo se sitúa en el espectro político en el lado opuesto al de la derecha, y suele estar asociado con partidos progresistas y de izquierda.
Principios del liberalismo
Entre los principales principios del liberalismo, destacan:
- Libertad individual: defiende la libertad de pensamiento, de expresión y de acción de los individuos.
- Igualdad de oportunidades: promueve la igualdad de derechos y oportunidades para todos los ciudadanos.
- Estado de derecho: defiende la primacía de la ley y la igualdad ante la ley.
- Capitalismo: apoya la economía de mercado y la propiedad privada.
- Tolerancia: promueve la convivencia pacífica y el respeto a las diferencias.
Políticas del liberalismo
En términos de políticas concretas, el liberalismo suele defender:
- Estado de bienestar: considera que el Estado debe garantizar servicios básicos como educación, salud y seguridad social.
- Intervención del Estado: defiende la intervención del Estado en la economía para corregir desigualdades y promover el bienestar social.
- Libertades civiles: promueve la protección de los derechos individuales y la no discriminación.
- Políticas progresistas: apoya medidas como el matrimonio igualitario, la legalización del aborto y la protección del medio ambiente.
- Cooperación internacional: prioriza la cooperación y el diálogo entre países para resolver problemas globales.
Diferencias entre derecha y liberalismo
Aunque tanto la derecha como el liberalismo defienden la libertad individual y la economía de mercado, existen diferencias fundamentales entre ambas corrientes políticas. A continuación, presentamos una tabla comparativa que resume las principales diferencias entre derecha y liberalismo:
Derecha | Liberalismo | |
---|---|---|
Principios | Conservadurismo, liberalismo, nacionalismo, capitalismo, religión | Libertad individual, igualdad de oportunidades, estado de derecho, capitalismo, tolerancia |
Políticas | Reducción de impuestos, menor intervención del Estado, libertad económica, valores tradicionales, seguridad y defensa | Estado de bienestar, intervención del Estado, libertades civiles, políticas progresistas, cooperación internacional |
Posición en el espectro político | Derecha | Izquierda |
Relación con el Estado | Menor intervención del Estado | Mayor intervención del Estado |
Enfoque en la economía | Libre mercado y propiedad privada | Intervención del Estado para corregir desigualdades |
Valores sociales | Tradicionalistas y conservadores | Progresistas y tolerantes |
Conclusión
En resumen, la derecha y el liberalismo son dos corrientes políticas con diferencias significativas en cuanto a principios, políticas y enfoques. Mientras que la derecha defiende la tradición, la autoridad y la propiedad privada, el liberalismo promueve la libertad individual, la igualdad de oportunidades y la intervención del Estado para corregir desigualdades. Ambas corrientes tienen un papel importante en la política actual y es necesario comprender sus diferencias para poder tomar decisiones informadas en el ámbito político.
Cuando hablamos de Liberalismo
Dice Dietrich Schwanitz (2003) que:
cuando en la modernidad la religión entró definitivamente en coma, aparecieron en su lugar toda una serie de “cosmovisiones”. Eran modelos explicativos del mundo en su totalidad, fabricados fundamentalmente en un principio en los talleres de la filosofía; pero con el tiempo distintas ciencias particulares también produjeron grandes esquemas teóricos con pretensiones explicativas totalizadoras. Estas cosmovisiones fueron designadas con términos acabados en “ismo”, como liberalismo, marxismo, darvinismo, vitalismo, etcétera. Detrás de ellos estaban las denominadas escuelas, que eran algo así como comunidades intelectuales, clubes de opinión, círculos con determinados idearios, conventículos de correligionarios y células ideológicas. El concepto de “teoría” se impuso como el mínimo denominador común de esta mezcolanza de filosofía, ideología y ciencia (Schwanitz, 2003: 100-101).
Aunque se aprecia un dejo despectivo con el vocablo “mezcolanza”, no se puede soslayar la buena síntesis del origen y objetivo de eso a lo que comúnmente se le denomina “teoría”. Tampoco se olvide que las teorías pueden ir más allá de palabras y libros, materializándose en instituciones y gobiernos e influyendo, por consecuencia, en las vidas de quienes no pertenecen a comunidades intelectuales ni a clubes de opinión.
Es así que el desarrollo de las grandes corrientes de pensamiento político se encuentra no sólo entreverado con la historia de las luchas sociales y con las instituciones resultantes, sino también con las demás disciplinas que analizan a la sociedad —economía, filosofía, sociología, etcétera. Es necesario, en tal virtud, dibujar un mapa conceptual que considere a la vez que distinga los campos de semejante interacción. Pese a las dificultades que entraña descubrir el origen, componentes esenciales, lógica y trayectoria de aquellas corrientes, la tarea adquiere renovado interés porque las mismas continúan inspirando la construcción y reconstrucción de las instituciones, modelando así la acción social y política, colectiva e individual, en prácticamente todo el mundo. La faena se torna más compleja si se considera que no son corrientes endogámicas. Por el contrario, el debate entre sus exponentes, que a menudo es acicateado por nuevos desarrollos, desequilibrios y excesos, ha producido combinaciones diversas que dificultan la tarea de identificar sus líneas de continuidad y de ruptura.
Cabe añadir que en los conventículos de correligionarios y células ideológicas, tanto nacionales como internacionales, existe una gran confusión sobre los componentes de las principales corrientes de pensamiento político, y también sobre la forma en que éstas se materializan en instituciones, prácticas, estrategias y resultados concretos. Esto es particularmente cierto para el liberalismo, que se ha convertido en una suerte de paradigma universal tanto para la edificación, mantenimiento y análisis de la libertad, como para los procesos de transición hacia la democracia.1 Esto no lo ha salvado de ser, al mismo tiempo, blanco de burdas simplificaciones que hacen tabla rasa con las múltiples variantes y ramificaciones liberales, generando, de tal modo, simples recetas de política económica, las cuales, a menudo, socavan sus propias raíces y presupuestos filosóficos.2
El arraigo y alcance mundial del liberalismo explican por qué buena parte del pensamiento político actual se desarrolla dentro de marcos liberales, o bien dentro del debate que éstos sostienen con otras corrientes de las que, sin embargo, se nutren y retroalimentan a fin de repensar ó reafirmar sus límites. La urgencia de superar los lugares comunes respecto al liberalismo y al neoliberalismo3 se destaca todavía más con la ponderación de ambos, pues, en los hechos, se confunden los híbridos eclécticos que se proponen preservar ciertos intereses, con los genuinos esfuerzos de relaboración teórico-filosófica que buscan otros desarrollos a partir de nuevas realidades sociales. El propio Schwanitz explica bien el punto con estas palabras:
La implantación del socialismo era tal, que el valor de sus acciones se mantuvo incluso cuando se hizo evidente que su realización llevaba a la catástrofe. Por lo general, el liberalismo es considerado como el beneficiario de la bancarrota del socialismo real. Pero el destino del liberalismo ha sido paradójico. En las democracias occidentales […] ha tenido tanto éxito que se ha convertido en patrimonio de todos: los partidos liberales han sido víctimas de su propio éxito, y generalmente han sido los socialdemócratas quienes han recogido su herencia (op. cit.: 102).
Por lo demás, el fin de este artículo es servir como una invitación para acercarse a la riqueza del liberalismo, que es mucho más que el uso y abuso del prefijo neo (nuevo).4 Las páginas finales constituyen un anexo que redondeará los elementos vistos.
Siendo así, iniciaremos considerando que el valor supremo del liberalismo es la libertad del individuo, así que los maestros del pensamiento liberal fueron también los inventores de los derechos del hombre, de la democracia constitucional, del control del poder mediante la división de poderes y de la propiedad privada (entendida como garantía de independencia individual frente al Estado).
Aunque abundan las simplificaciones que intentan reducir todo el espectro liberal a sus expresiones más elementales: en lo económico, “mano invisible” del mercado, laissez-faire y derecho de propiedad; en lo político, derechos individuales y libertades —de asociación, culto, expresión y prensa, por mencionar las más notables. Pero el árbol de la familia liberal es tan híbrido como frondoso. En sus orígenes, el liberalismo interpretó, sintetizó y relaboró las corrientes europeas de pensamiento más avanzadas del siglo XVII, especialmente las que desencadenaron la Ilustración, y que, entre otros fines, se proponían acelerar y encauzar procesos de modernización que ya estaban en marcha, si bien con avances muy desiguales de un país a otro. En esta fase temprana, los intelectuales liberales compartieron plenamente el compromiso de los pensadores ilustrados, en el sentido de acabar con los privilegios de ciertos individuos y corporaciones, tan característicos de los Estados monárquicos europeos. Desde entonces, el liberalismo no sólo se ha enriquecido con la construcción de una amplia gama de instituciones que forman parte de los Estados modernos, pues también ha sido fertilizado con otras corrientes de pensamiento, especialmente la socialista y la socialcristiana, que sin duda les otorgan mayor densidad y profundidad a conceptos liberales de gran trascendencia: igualdad, libertad y justicia, entre otros.
La tradición liberal ha sido ordenada a partir de criterios geográficos, históricos, normativos y metodológicos. Guido de Ruggiero (1944)5 subraya las diferencias entre los liberalismos inglés y francés: el primero se pronunciaba por limitar el poder estatal, mientras que el segundo se proponía fortalecer al Estado como garantía de igualdad ante la ley; el primero resultaba práctico y reformista, el segundo más bien conceptual y teórico. Maurice Cranston (1953) sistematiza también el liberalismo de acuerdo a su lugar de origen. Isaiah Berlin (1988) le pone especial atención a la libertad —pudiendo ser positiva o negativa. Por último, José Guillermo Merquior (1993) ordena las diferentes versiones liberales a partir de criterios que le atribuyen un contenido axiológico o normativo al progreso: a su parecer, el pensamiento liberal tiende a enriquecerse con la aportación de diferentes generaciones a través de las cuales desarrolla su alcance moral e infraestructura conceptual (la historia misma, según el referido autor, genera una integración progresiva de los conceptos teóricos, sin dejar de reconocer que algunas interpretaciones liberales han causado gravísimas regresiones, tales como las experiencias dictatoriales en Alemania, Italia y España justo antes de la Segunda Guerra Mundial).
Ahora bien, desde la perspectiva de quien firma este artículo, la propuesta de Richard Bellamy (1992) es la más prometedora, no nada más porque evita contraponerse con las demás, sino porque ordena las diferentes versiones liberales según sus concepciones de la sociedad, del orden en la misma y del Estado. De tal manera, el autor en turno identifica dos grandes versiones del liberalismo: el ético y el realista, que a su vez corresponden a dos visiones de la sociedad, una consensual y una conflictiva, respectivamente, así como a una noción del Estado que se basa en el consentimiento frente a otra que descansa en la fuerza. La línea que divide ambas versiones no es tajante, vale aclararlo. Pero mientras en ciertos periodos y situaciones dicha línea tiende a diluirse, e incluso a desaparecer —como aconteció con la expresión utilitarista de los liberales Jeremy Bentham, John Stuart Mill y Thomas Hill Green—, en otros periodos se remarcan las diferencias y hasta la rivalidad entre una y otra. Bellamy, además, considera las variables temporal y espacial, pues cada una de las versiones liberales, así como el debate entre ellas, adquieren matices que dependen, ciertamente, de las experiencias históricas concretas.
Luego entonces, en cada una de las etapas del liberalismo que Alejandra Salas-Porras (2000) distingue,6 y que aquí mismo serán desarrolladas un poco más adelante —protoliberalismo, liberalismo clásico y nuevos liberalismos— están presentes aquellas dos versiones, si bien una de ellas puede ser más relevante que la otra en algún momento y/o en algún país.
El liberalismo ético, en sus diferentes manifestaciones —colectivista, comunitaria, social7 y aun socialista—, suscribe una visión consensual de la sociedad, según la cual ésta se mantiene integrada gracias a los valores comunes. De acuerdo con dicha versión, el Estado se fundamenta en el consentimiento más que en la fuerza, recreando así la concepción aristotélica del mismo, y cuyo fin —según Norberto Bobbio (1987)— “no es solamente permitir la vida colectiva sino hacer posible que quienes viven juntos tengan una ‘vida buena’” (Bobbio, 1987: 52). Este liberalismo a menudo se asocia con una concepción positiva de la libertad, entendida como libertad para, es decir, el autogobierno y el interés por decidir autónomamente, en lugar de aceptar las decisiones de otros. Significa, pues, apropiación del control y, de acuerdo con Merquior, es un componente fundamental de la democracia, que a su vez motiva la participación en las decisiones colectivas. Esta versión del liberalismo puede apreciarse tanto en John Locke como en algunos de los exponentes de la Ilustración escocesa (Adam Smith y Adam Ferguson) y desde luego en los ya citados utilitaristas Mill y Green, entre quienes afloran preocupaciones comunitarias y sociales para contrapesar las tendencias más egoístas del capitalismo.
El liberalismo realista, dividido en manifestaciones —contractualista, económica, individualista y neutralista—, sostiene que el conflicto y el poder son los elementos que mantienen integrada a la sociedad, generando así una visión hobbsiana del Estado, en la cual los individuos racionales, que se comportan motivados por sus intereses individuales, no pueden, como lo argumentan los utilitaristas Bentham y Mill, establecer, de manera espontánea, un orden social (concebido éste como un bien público); tampoco pueden conciliar la utilidad pública y la privada sin la coerción estatal, asumiendo una concepción negativa de la misma, y que Bobbio explica en estos términos:
La tarea esencial del Estado es poner remedio a la naturaleza malvada del hombre, y en la cual [aquél] es visto como una dura necesidad y es considerado preponderantemente en su aspecto represivo […]. La tarea del Estado no es promover el bien, sino únicamente tener alejado el desencadenamiento de las pasiones que harían imposible cualquier tipo de convivencia pacífica, mediante el uso de la espada de la justicia (idem: 68).
Esta versión del liberalismo se asocia con una concepción negativa de la libertad, ahora entendida como libertad de, equivalente a la ausencia de coerción. Las libertades negativas están contra las posibles interferencias de alguien, ocasionando así las posibilidades de: 1. gozar derechos contra posibles imposiciones, 2. expresar creencias y 3. pronunciar los gustos propios, aun contra las normas impuestas. Significa, pues, autonomía respecto a la interferencia.8
Así pues, el debate entre ambas versiones del liberalismo atraviesa diferentes fases, en cada una de las cuales hay confrontación y mezcla.
Pasando de lleno a las ya anunciadas tres etapas liberales propuestas por Salas-Porras, se sabe que existen:
La etapa del protoliberalismo (1688-1799), que va de la Revolución Gloriosa en Inglaterra (1688) a la Revolución francesa (1789-1799), es cuando los más destacados liberales de la época, sobre todo los que elaboran la visión contractualista y constitucional de la sociedad, reflexionan en torno al significado del individuo para el desarrollo económico, social y político. Entre los contractualistas —Locke y Jean-Jacques Rousseau, representantes de la Ilustración inglesa y francesa, respectivamente— las relaciones individuales están reguladas por el Estado, que representa una alianza de voluntarios. Pero mientras en el caso de Rousseau, los individuos delegan el poder en una asamblea que encarna la voluntad general, para Locke la voluntad y el consentimiento como fuentes de legitimidad política, además de estrictamente individuales, resultan temporales y revocables, o dicho en otras palabras, se transforman en mecanismos para vigilar y contrarrestar el poder estatal (sobre todo el Estado monárquico).
El contractualismo de Rousseau expresa una más positiva concepción de la libertad y del Estado, mientras que el de Thomas Hobbes implica, en ambos temas, la concepción negativa. Para el ginebrino, un Estado legítimo es un ente soberano que no debe ser limitado. Locke se encuentra en un punto intermedio: su teoría del consentimiento refrenda, plenamente, el individualismo propio del contractualismo como fuente de legitimidad. Al mismo tiempo, sin embargo, la idea de limitar el poder estatal, implícita en la noción de consentimiento, plantea las bases liberales de la relación institucional que debe prevalecer entre gobernantes y gobernados. De esta manera, Locke inicia una de las tradiciones más ricas del acervo liberal, escribiendo sobre el gobierno responsable, que debe rendir cuentas y ser susceptible de revocación, y construyendo, a la vez, un puente de la libertad negativa hacia la libertad positiva, produciendo así la libertad para establecer, o en su caso cambiar, el marco institucional que permite el desarrollo de los individuos.9
El individualismo puede explicarse por las reformas iniciadas en Europa desde el siglo XVII, que erosionaron la jerarquía de estamentos, alentando el surgimiento de pequeños productores agrícolas libres, más independientes frente al Estado. Distintamente, en la estructura jerárquica francesa, el Estado y el contrato social que éste encarna se convirtieron en vehículos para liberar al individuo y garantizar sus derechos. De acuerdo a Merquior: “el nuevo Estado, que supuestamente encarnaba la voluntad general, se erguía alto y poderoso como única autoridad legítima, en buena medida impenetrable a la mediación de instituciones asociativas pertenecientes a la sociedad civil” (op. cit.: 80). Así, la fuerza del Estado francés implica una cohesión social no tan fuerte, lo que más adelante, en la etapa del liberalismo clásico, será motivo de preocupación para Tocqueville.
Ferguson y Smith,10 los liberales de Escocia, quienes desarrollaron la versión social del liberalismo, también sopesaron y concluyeron que la dimensión comunitaria, como una moral pública consensuada y que se expresa en diferentes tradiciones de autoridad y cooperación política, es el sustrato que no sólo establece las condiciones de orden y estabilidad social, necesarias tanto para el funcionamiento del mercado como para la autonomía individual plena, sino que, incluso, contrarresta el potencial destructivo de los impulsos individualistas del propio mercado.
Al igual que Locke, ambos escoceses suscriben la llamada tesis social, que no sólo tiende a idealizar el mercado y las relaciones entre pequeños empresarios (mismas que caracterizaron la fase temprana del capitalismo), sino que dichas relaciones, libremente establecidas entre ciudadanos autónomos, son conducidas por una “mano invisible” hacia el perfeccionamiento individual y social, material y moral. Aquella tesis armoniza las diferentes facetas de la autorrealización, haciendo compatibles entre sí a los siguientes elementos: desarrollo individual, libertad, progreso social y razón. Pero una vez que se altera el equilibrio entre las fuerzas del mercado, esto es, una vez que se concentran los recursos económicos y políticos, desapareciendo las condiciones de libre competencia y ocasionando que la información se distribuya desigualmente, acaba por suceder una expansión de los intereses de grupo, tornándose cada vez más complejos y desapareciendo, paulatinamente, las condiciones de cooperación y hasta la moral colectiva (que los exponentes del liberalismo social daban como supuesta).
Otro gran impulso a la versión social del liberalismo provino, ciertamente, del liberalismo francés, impactado por las preocupaciones que originaron y acompañaron a la revolución de 1789, y que además vincularon el concepto de libertad con el de igualdad, llevando a varios autores a distinguir entre el liberalismo individualista de Inglaterra y el liberalismo social de Francia. Montesquieu (2002) llegó a desarrollar una versión particular de la igualdad: la del constitucionalismo como forma de gobierno que hace girar la organización política alrededor de una división de poderes y del imperio de la ley. Este último establece la igualdad jurídica no sólo de los ciudadanos comunes y corrientes, sino, incluso, la del monarca y los miembros de la nobleza, implicando, entonces, libertad respecto a los gobiernos arbitrarios y, por tanto, el derecho a la seguridad personal, a la expresión del pensamiento y a la propiedad privada. La división de poderes, por su parte, entraña un juego de pesos y contrapesos para limitar y contrarrestar el poder de los reyes, todavía muy grande, aunque también podía obstruir la libertad individual.
La etapa del liberalismo clásico (1780-1860) incluye, en Inglaterra, las concepciones victorianas de los utilitaristas: el colectivismo individualista de Green y el individualismo colectivista de Mill. En Francia incluye la democracia constitucional de Benjamin Constant y la democracia republicana de Tocqueville. En Alemania contiene el liberalismo humanista compartido por Georg Hegel, Guillermo Humboldt y Emmanuel Kant, quienes pensaban que el alma del concepto de libertad se encuentra en el impulso de auto-realización.
La noción victoriana de carácter representaba una síntesis de los elementos económicos, morales y políticos del liberalismo. Lejos de limitarse a un individualismo estrecho que concentraba su atención en cómo maximizar el consumo y la adquisición de bienes materiales, el carácter se concebía como la habilidad para situarse por encima de las pasiones e instintos animales, exaltando estas otras virtudes: autoeducación, autocontrol, energía, frugalidad, generosidad, prudencia y solidaridad.
Aunque el concepto de independencia es ampliamente considerado como la piedra angular del liberalismo clásico inglés (entrañando una visión negativa de la libertad), los utilitaristas en Inglaterra discutían sobre las relaciones entre la concepción individualista y la concepción colectivista (ambas de la sociedad), a fin de construir una visión capaz de conciliar utilidad privada con utilidad pública. Mill, en particular, trabaja el contenido y los presupuestos morales de la doctrina liberal, argumentando que el mayor bienestar social se obtiene a partir de la suma de los bienestares individuales. De esta manera liga el bienestar individual con el de la comunidad, y también con cierta ética del capitalismo. Además, estrecha la relación del liberalismo con la democracia ampliada: voto secreto y reformas profundas en las escuelas, los sindicatos, las fábricas, el sistema sanitario, etcétera. El liberalismo no se concebía, pues, como un laissez-faire dogmático, sino como el requisito para una distribución más equitativa de la riqueza y para tener un gobierno capaz de ofrecer soluciones a los problemas económicos y sociales. Lejos de condenar la intervención gubernamental en la economía, el liberalismo de Mill, que representa un legado tanto para el marxismo como para la socialdemocracia, reconocía que era imposible gobernar sin atender los problemas económicos —pudiendo ser: comerciales, fiscales, industriales, laborales, monetarios, etcétera. Para lograr el justo balance entre la autoridad política de los gobiernos y la libertad de los gobernados, Mill proponía no nada máselecciones de representantes para periodos limitados, sino la restricción de una potestad propia de la colectividad: afectar la independencia individual. De acuerdo con este autor, el gobierno sólo puede utilizar la fuerza contra alguna persona para impedir que se afecten los intereses de otros miembros de la comunidad. También defendía el derecho a disentir, proponiendo mecanismos de representación para las minorías excluidas del sistema de partidos políticos. El gobierno representativo es, a su juicio, la mejor forma de gobernar, ya que no sólo aspira a la obediencia y al orden, sino también a un progreso colectivo que respeta la libertad individual. La tensión entre derechos individuales y derechos públicos está, pues, en el centro de sus preocupaciones.
A pesar de la gran sofisticación que alcanzó la filosofía utilitarista, otros teóricos del liberalismo clásico en Inglaterra tendieron a dar primacía al interés individual sobre el interés público. Las preocupaciones ético-sociales se convirtieron en consecuencias no intencionadas de la suma de los intereses individuales.
Mientras los liberales ingleses de la época victoriana discutían el alcance del individualismo y de la independencia, en Francia, por su parte, Constant y Tocqueville sostenían que la libertad se materializaba en un autogobierno que tuviera participación política consciente y un espíritu público. Se trata, pues, de la visión de Rousseau, que finca sobre el concepto de voluntad general mientras promueve y enriquece la democracia republicana. Tocqueville, en particular, favorecía el concepto de representación republicana que en Estados Unidos había alentado las libertades democráticas a través de la representación indirecta. Según ésta, el pueblo, formado por ciudadanos, nombra a quienes hacen y ejecutan las leyes, así como a los encargados de castigar las infracciones a las mismas. El pueblo elige a sus representantes, los cuales gobiernan en su nombre. Tocqueville, por un lado, se pronunciaba a favor de la democracia representativa estadounidense (que de forma pragmática armonizaba la iniciativa individual con las necesidades del Estado, pudiendo así conciliar los problemas locales con los intereses nacionales), y por el otro, criticaba la tradición republicana francesa, que ideológicamente pugnaba por la representación directa y un programa de igualdad sociopolítica. La democracia, luego entonces, sólo se podía entender como una práctica cotidiana y no como un discurso ideológico, y a la libertad como una emanación de la práctica democrática y no de las concesiones constitucionales hechas por un monarca.
Las revoluciones de 1848, que se extendieron por las principales ciudades europeas, centraron el debate político alrededor del concepto de asociación, entendido como un instrumento para que los ciudadanos libres puedan organizarse y, por tanto, renovar la sociedad, sobre todo a raíz de la descomposición que sufrían las formas organizativas tradicionales, tales como la familia y el gremio, debido al rápido proceso de industrialización que experimentaba Europa. La asociación como instrumento para luchar por la justicia y la igualdad sociopolítica, y por consiguiente para transformar la sociedad, cambió a su vez el concepto de solidaridad humanitaria que prevalecía en el pensamiento político previo. La ciudadanía y el sufragio se convirtieron en las palabras clave, extendiéndose, de las clases ricas y educadas, hacia capas cada vez más amplias de la población. La asociación como instrumento para defender los intereses y derechos de los trabajadores, materializada en los movimientos sindicalistas (como el cartismo inglés), también se vinculó con el pensamiento socialista.
A partir de 1870, en la etapa de los nuevos liberalismos, se bifurcaron con mayor claridad las dos versiones liberales —la ética y la realista—, casi coincidentes con la transición que vivió el capitalismo, al pasar, de una fase libre-competitiva a una crecientemente monopólica, y que por sí sola volvió muy contradictorio el discurso liberal, pero estimulando mucho a las interpretaciones realistas. Los procesos de centralización y racionalización (que tuvieron, como consecuencia, un burocratismo económico y político) dejaron en tela de juicio algunos de los presupuestos liberales básicos, especialmente la libre competencia económica y el pluralismo político. La posibilidad de conciliar interés individual e interés público se volvió cada vez más lejana.
La ruptura cada vez más tajante entre las versiones éticas y realistas se expresó en la rivalidad sostenida por los liberalismos conservadores11 y neutralistas, por una parte, contra los liberalismos sociales y comunita-ristas, por la otra. En una primera fase (1870-1915), el debate se da entre liberales conservadores como Edmund Burke, Vilfredo Pareto y Herbert Spencer (quienes se oponían a la ampliación del sufragio y a la participación del Estado en la economía) versus liberales sociales como John Hobson, Leonard Hobhouse y John Maynard Keynes (quienes argumentaban que la intervención estatal en la economía debía promover la igualdad de oportunidades y adoptar políticas expansivas por el lado de la demanda). Mientras tanto, en lo social, estos mismos personajes iniciaron la construcción teórica del Estado de bienestar, defendiendo, en lo político, el sufragio universal y el pluralismo, pues las estrategias de aquel Estado representaban, en su conjunto, una alternativa frente al fascismo y al comunismo, que se habían convertido en desafíos para Europa. Adscrito al bando conservador, Spencer, principal exponente del darvinismo social, desconfiaba de las mayorías parlamentarias, de la democracia representativa y del propio Estado, apoyando así la visión minimalista de éste y ma-ximalista del liberalismo, cuya tarea principal era, según su criterio, limitar el poder parlamentario. Pareto, en el mismo sentido, se oponía al parlamentarismo porque, a su modo de ver las cosas, producía estatismo y proteccionismo en los ámbitos político y económico (fustigando, además, a la democracia liberal y a la socialdemocracia, tildándolas de amenazas para los derechos de propiedad). Max Weber adoptó una posición intermedia: sin desconocer las limitaciones de la democracia parlamentaria, veía en ella la única vía para evitar un Estado autoritario.
En contrapartida, los exponentes del liberalismo social, especialmente Hobson y Hobhouse, restablecieron la continuidad de la visión colectivista del utilitarismo propio de Green, así que los dos primeros argumentaron que el Estado debía contribuir a igualar las oportunidades en la sociedad, compartiendo también la visión consensual de la misma y sugiriendo, como una misión estatal, la creación de un sistema de bienestar cimentado en alguna tributación redistributiva. Siguiendo esta línea de pensamiento, Keynes introdujo un paradigma económico para estimular la demanda, el empleo y la inversión, que junto al Informe Beveridge (fruto de una discusión sistemática con la Sociedad Fabiana), se convirtió en una estrategia que el mismo pensador llamó Tercera Opción, útil para evitar lo mismo el fascismo que el comunismo, pudiendo, con ella, rescatar a la democracia.
De la conclusión de la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días, el debate es continuado y enriquecido por la confrontación entre liberales neutralistas y liberales comunitaristas —de corte relativista, como Michael Waltzer; racionalista, como Joseph Raz, e incluyente, como Henry Tamm. Entre los miembros de la corriente neutralista, Bellamy menciona tanto a los exponentes de la escuela austriaca, Ludwig von Mises y Friedrich August von Hayek, como a Ralph Dworkin y John Rawls12 (quienes se ubicaban en la frontera entre neutralistas y comunitaristas, a medida que aceptaban la participación del Estado cuando éste se proponía compensar prácticas discriminatorias entre diversos grupos sociales).
Mientras los neutralistas apelaban a reglas imparciales y universales que cualquiera compartiría, independientemente de sus intereses, identidad, concepción del bien y país de origen, los comunitaristas argumentaban que tales reglas no tomaban en cuenta identidades y particularidades que convierten a los individuos en agentes morales. Los comunitaristas sostenían también que a menos de que las reglas aludidas por los neutralistas formaran parte de un código de conducta comunitario, no tendrían influencia, y que la abstracción misma de “neutralismo” podía desintegrar la cohesión social que define y arraiga la capacidad de acción moral. Los comunitaristas consideraban, asimismo, que los ciudadanos eran inducidos a la moral por medio de la historia y las tradiciones de las que formaban parte (las concepciones del bien y la moral se formaban e internalizaban en el seno mismo de la vida comunitaria); no ahorrándose, además, algunas críticas al individualismo a ultranza que sostenía la corriente neutralista, argumentando que “liberalismo” significa, ante todo, calidad de vida.Raz (1986), quien desarrolló una versión racional del liberalismo comunitarista, decía que los neutralistas se equivocaban al creer que podían defender los derechos de otros sin conocer los valores y las metas que dan significado y satisfacción a sus vidas. El debate va y viene, pues, de la justicia social a la defensa del pluralismo político-cultural, así que una pregunta sin respuesta sigue siendo ésta: ¿cuál de las dos libertades, la positiva o la negativa, tiene mayores posibilidades de garantizar la pluralidad política y el derecho a la diferencia cultural?
Pero las expresiones neutralista y comunitarista no son homogéneas, ni antagónicas, ni endogámicas. Entre ellas hay debates y rivalidades que arrojan síntesis argumentativas y desarrollos teóricos, los cuales impactan, de múltiples maneras, a las instituciones políticas, contribuyendo a internalizar prácticas democráticas de diverso alcance. En este contexto, que adquiere notoriedad por la reivindicación de los movimientos étnicos en buena parte del mundo, Raz produjo una de las síntesis más ricas: al tiempo que defiende el pluralismo de los valores y la autonomía, sin la cual parece difícil reconocer la riqueza intrínseca a la variedad humana, distingue a ésta de una visión individualista de la autonomía, la cual no es una creación personal, pues sólo florece bajo un “pluralismo competitivo” que permite debatir y resolver los dilemas morales. Tres son sus premisas:
- 1.A cualquier propuesta o argumento sobre lo que debe ser tomado como verdad, solamente se le puede aceptar mediante una búsqueda cooperativa.
- 2.Los valores comunes, validados bajo las condiciones de aquella búsqueda, deben constituirse sobre responsabilidades mutuas que, a su vez, han de realizarse por los miembros de la comunidad.
- 3.Hay que reformar las relaciones de poder para que quienes sean afectados, puedan participar como ciudadanos y definir, en condiciones de igualdad, cómo el poder ha de ser ejercido.
Anexo la trayectoria liberalDenominación y periodo
Protoliberalismo 1688-1799
(de la Revolución Gloriosa en Inglaterra a la Revolución Francesa)
Liberalismos sociales 1870-nuestros díasIdeas clave
Para el caso inglés, hay un contractualismo individualista, es decir, el consentimiento como fuente de autoridad legítima. También incluye una tesis social, la cualsignifica que el perfeccionamiento individual, social y moral está dado por la independencia. Para el caso francés, la libertad es autogobierno, y el contrato social representa la voluntad general. El constitucionalismo garantiza la igualdad frente a la ley.
Los utilitaristas ingleses desarrollaban el individualismo colectivista y el colectivismo individual. Hay que sumar también la relación estrecha entre bienestar individual y bienestar social (este último es la suma de todos los individuos que están en el primero). En Francia existen el autogobierno y la visión de Rousseau con respecto a la voluntad general: ésta promueve la importancia de la participación política (directa o indirecta), así como el espíritu libre.Autores y textos emblemáticos
- •John Locke, Ensayo sobre el gobierno civil y Segundo tratado sobre el gobierno civil.
- •Adam Smith, La teoría de los sentimientos morales.
- •Charles Louis de Secondat, Barón de Montesquieu, El espíritu de las leyes.
- •Jean-Jacques Rousseau, El contrato social.
- •Benjamin Constant, Curso de política constitucional.
- •Alexis de Tocqueville, La democracia en América.
- •Emmanuel Kant, Crítica a la razón pura.
- •Guillermo Humboldt, Acerca de los límites del Estado.
- •John Stuart Mill, Sobre la libertad.
- •Thomas Hill Green, Principios de obligación política.
Anexo La trayectoria liberalDenominación y periodo
Liberalismos conservadores 1870-nuestros días
Liberalismos sociales 1870-nuestros díasIdeas clave
Estos liberalismos asumen posiciones elitistas. Desconfían de las mayorías parlamentarias y de la democracia representativa porque producen estatismo y proteccionismo en los ámbitos político y económico. Suscriben la visión minimalista del Estado y maximalista del liberalismo, cuya principal tarea es limitar el poder parlamentario.
Tales liberalismos restablecen la continuidad con la visión colectivista del utilitarismo, reivindicando la tesis social que busca mejorar la relación entre el interés público y el interés privado, pugnando, además, por fortalecer la acción estatal y desarrollando el Estado de bienestar, que se considera la Tercera Opción: una estrategia para evitar lo mismo el fascismo que el comunismo, rescatando así la democracia.