LA CONCIENCIA MORAL DEL PRESIDENTE Y SUS PRÓXIMAS DECISIONES
Todo lo que Alberto Fernández no es …
Karin Silvina Hiebaum – International Press
Cuando un mandatario adopta políticas de gobierno y decide tomar medidas que nos afectan a todos, su conciencia moral adquiere una importancia enorme, mucho mayor que el interesado cálculo político para conformar a sus patrocinadores y partidarios.
Sin embargo, esta incidencia es una cuestión soslayada por el círculo de asesores del presidente, por los politicólogos y comentaristas y hasta por la consideración popular.
A todos ellos, pareciera que la conciencia moral fuese algo ajeno e intrascendente a la gestión de un gobierno. Así les va y así estamos.
La conciencia moral no es una figura retórica, sino un intenso fenómeno que penetra en la intimidad cada uno de nosotros y dirige nuestras vidas, incluyendo la vida del presidente.
La conciencia moral existe y se espabila o adormece. Es la capacidad interior que tenemos para aprobar o censurar nuestras decisiones y la aptitud de que nos informe sobre la bondad o maldad de nuestros deseos y acciones.
No hay dudas que la conciencia moral es la voz de Dios, o de la Autoridad suprema, en nuestro interior.
Es cierto que a veces no es correcta. Depende de cómo haya sido inculcada por nuestros padres, por la religión o por el testimonio de algunas personas que han influido en nuestras vidas; pero siempre define normas de conductas razonables o erróneas.
Por eso podemos tener una conciencia recta o equivocada, rígida o maleable, dócil o rebelde. Y de este modo, según cómo nos juzguemos a nosotros mismos y a los demás, la conciencia puede ser laxa o estricta, hipócrita o sincera, cobarde o valiente.
Para darnos cuenta del enorme papel que la conciencia moral desempeña en la conducta de un presidente y en las actitudes frente a la vida, es interesante reproducir una preciosa historia que muestra qué son los valores y cómo ellos pueden obrar de manera errónea o correcta. Ha sido rescatada por el filósofo ítalo alemán Romano Guardini (*) en sus lecciones de la “Ludwig- Maximilians-Universität” de Munich.
La historia transcurrió en la universidad de Oxford, Gran Bretaña. Un joven historiador, de humilde origen, recientemente casado, con un hijo y muy pocos recursos, está investigando cierta época de la historia inglesa. Con gran esfuerzo ha reunido mucha documentación y escribe su tesis con una teoría sumamente inteligente y novedosa. La publicación de ese trabajo le significará no sólo enorme prestigio académico, sino también su habilitación como profesor titular en una de las excelentes universidades del mundo y, con ello, un distinguido puesto en la universidad gozando de muy buenos ingresos.
Así conseguirá salir de su mísera condición y mantener dignamente a su familia. Pero cuando está por enviar el texto final del libro a la imprenta de Oxford, descubre casualmente un terrible documento, hasta entonces desconocido, que echa por tierra todo su trabajo y destruye su tesis demostrando que es falsa.
¿Qué hace entonces? ¿Acelerar la publicación de la tesis porque no tiene tiempo para rehacerla? ¿Callar el contenido del documento esperando que nadie lo encuentre?¿Quemarlo para que ninguno lo utilice en su contra? ¿Y si alguien se entera de que él lo destruyó?¿Qué puede pasarle?
Al final piensa que conviene dejarlo en su sitio, alentando la esperanza de que sólo al cabo de muchos años “alguien lo descubrirá casualmente”. Entonces tendrá tiempo para corregir y superar su actual tesis, pero habrá conseguido el cargo y cobrado buen sueldo.
Por eso, decide dejarlo en su lugar y allí surge la tragedia.
A los pocos días, en el mismo archivo, aparece otro veterano historiador que encuentra el fatídico documento y comprueba -mediante las fichas de la biblioteca- que el joven de nuestra historia lo había consultado, pero silenció su hallazgo para proteger la falsa tesis de su libro.
Da la casualidad que este veterano profesor, es miembro del tribunal que debe aprobar su tesis y decidir contratarlo como profesor titular en la prestigiosa universidad de Oxford, con lo cual dejaría su vida de estrecheces.
Con grandes remordimientos al viejo profesor se le plantea un dilema moral: ¿debe acallar lo que ha sabido? O ¿debe votar en contra del postulante?. Su conciencia le impulsa a decir la verdad. Entonces cuenta oficialmente lo que sabe y rechaza el otorgamiento de la plaza de profesor titular.
El joven historiador conturbado, se quita la vida y su familia queda desamparada en la miseria.
Aquí el miembro del tribunal quisiera todo lo bueno para el aspirante; pero se siente moralmente obligado a vetarle para un puesto que, sobre todo, exige fidelidad a la verdad. Ha decidido con rigidez extrema. Y el candidato a docente había tomado la mala decisión de salvar su honra ocultando el documento contradictorio; pero al descubrírselo se quita la vida, obrando también con rigidez y maximizando equivocadamente un asunto que era una nadería comparado con la obligación de enfrentar la circunstancia y sostener a su familia.
Esto no sólo es una situación dramáticamente novelada. Es algo mucho más frecuente que ocurre todos los días en el escritorio de un presidente.
Hoy, el presidente se encuentra con un conjunto de dramáticas circunstancias que le obligan a obrar en conciencia o a elegir el camino de la conveniencia política.
Para resolver este dilema debe priorizar, por encima de todo, el juicio de su recta conciencia moral más que cualquier lealtad política ya sea hacia su mentora o a sus partidarios. Esto lo convertiría en un grande. Si no lo hace podría transformarse en un miserable.
La vida política de Argentina transcurre desde hace años en franca decadencia, con una intensa crisis económica, con una inflación que destroza el orden social, con la espada de Damocles de una deuda pública impagable y con el coro vociferante de corporaciones gremiales, ideológicas y empresarias que se disputan el poder para repartirse las vestiduras como sucediera el Viernes Santo después de la crucifixión de Cristo.
Por si no fuera poco, en medio de este pandemónium, ahora se ha desatado una pandemia que amenaza con el colapso de la economía si no acertamos en su tratamiento.
En esta patética escena es donde interviene forzosamente la conciencia moral del presidente.
El lobby de la clase política le sirve de poco. Porque en gran parte es codiciosa, ignorante, aventurera y desfachatada. No toman en cuenta la profundidad de este drama y algunos de sus integrantes, prefieren entregar su alma al demonio para enriquecerse ilícitamente o buscar objetivos ideológicos antes que el bien común, el orden social y el bienestar para todos.
Nuestro actual presidente, debe bregar con todos ellos y además, acertar en sus decisiones.
Para que su empeño logre un resultado feliz, debiera abstenerse de actuar como un “influencer político” y menos como un “acróbata” o “volatinero” que se mueve peligrosamente según donde sople el viento para mantenerse en equilibrio.
El presidente está históricamente obligado a obrar conforme con su recta conciencia moral.
Sólo así logrará el objetivo de aquello que es la razón de su cargo y que, acertadamente, señalara José de San Martín, “serás lo que debas ser o no serás nada”.
Pero, si el presidente no tiene en claro la profunda y decisiva intervención de su conciencia moral, nunca acertará a solucionar el complejo problema que nos agobia. Los escándalos y errores se sucederán unos detrás de otro y en poco tiempo, el tinglado político podría venírsele abajo.
Para comprender que esto no es mera retórica hay que reparar en lo que le ha sucedido recientemente.
a) Su indiscutido éxito de limitar contagios y reducir el número de muertos al encarar la lucha contra el corona-virus consultando a un notable grupo de científicos, médicos y biólogos y no a su militancia partidaria.
b) Su acierto al convocar dirigentes territoriales opositores para coordinar medidas preventivas.
c) Su tremendo error de encomendar a improvisados funcionarios la organización del pago masivo de jubilaciones y pensiones con bancos cerrados.
d) Su extraña autorización para que el ministerio de Salud intervenga la empresa que produce respiradores y prohíba su venta a gobernadores o a privados.
e) La sospechosa compra monopólica de kids para los test de coronavirus a una sóla empresa que no los producía.
f) La patinada de agredir con palabra soez a empresarios privados que sostienen con sus impuestos la clase política, la burocracia y los gnocchi.
g) El escarnio de provocar a los ciudadanos decentes exaltando como ejemplo digno de imitar la conducta de un advenedizo e inescrupuloso dirigente sindical.
h) La debilidad demostrada al acceder a presiones de poderosos caciques gremiales.
i) La descabellada idea de disponer la estatización de hospitales y sanatorios privados para sujetarlos al manejo de incompetentes personajes refugiados en el ministerio de Salud
pública.
j) La adopción de imprudentes recetas keynesianas para estimular el consumo cuando hay escasez de oferta y caída de producción de bienes dado que las empresas están al borde de la insolvencia, atrofiadas por la cuarentena y sin financiamiento.
Si el presidente atendiese a las exigencias de su conciencia moral para encarar las próximas etapas de la cuarentena y la normalización de la actividad económica, en lugar de doblegarse a los reclamos de sus partidarios tendría que constituir de inmediato un Consejo Asesor para el Ordenamiento de la Economía, que nada tiene que ver con el politizado Consejo Económico Social integrado por burócratas, empresaurios y caciques sindicales.
Este núcleo, al igual que se hizo exitosamente con el Consejo de científicos en biología, medicina e infectología, debiera estar integrado por los más ilustres científicos e investigadores extrapartidarios en Economía y en Legislación económica.
Escucharía voces distintas de los plañideros reclamos de lobbistas o de la militancia partidaria que sólo busca satisfacer sus intereses particulares.
Obrando según su conciencia moral, el presidente descubriría que la grieta real no se da entre adversarios políticos (gorilas versus peronistas) sino entre quienes viven a expensas de un Estado depredador frente a quienes lo sostienen con su trabajo e impuestos.
Se daría cuenta del talento y clarividencia de Juan Bautista Alberdi cuando, después de la Constitución política, bregó por sancionar una Constitución económica distinguiendo el “Sistema Económico” del Mercado del “Sistema Rentístico” del Estado. Alberdi nos enseñó como preservar el primero y cómo ubicar al segundo en su función esencial de establecer un orden jurídico interdependiente con el orden económico y coherente con los demás órdenes por donde se desenvuelve la acción humana: ético, social, político, fiscal, internacional, sanitario, educativo, financiero, bancario, legal y monetario.
En definitiva, la falta de conciencia moral en las más altas autoridades del país, hace que tengan poder efectivo aquellos que carecen de idoneidad, inteligencia y valentía para asegurarnos a los argentinos estos fundamentales derechos humanos:
1° la existencia de una moneda estable que garantice la equidad de los intercambios entre productores y consumidores, permitiéndonos conservar el valor económico para poder ahorrar e invertir.
2° la garantía estricta de que el conjunto de impuestos, tributos, tasas, cargas públicas, retenciones, anticipos, percepciones y contribuciones laborales nunca excederán más del 25 % de la renta líquida personal, efectivamente obtenida mediante el trabajo honesto.
3° el inmediato anuncio de una nueva, seria y global reforma impositiva por la cual los 163 impuestos vigentes queden reducidos a muy pocos y equitativos impuestos cuya alícuota permita la vida normal y sosegada de las personas y sociedades.
4° la inmediata vigencia de un plan global nacional-provincial y municipal que establezca límites penales contra funcionarios, legisladores y jueces para que el gasto público “nunca más” pueda exceder el 25% del PBI asegurando que el resto se destine ¼ a consumo familiar, ¼ a mantenimiento del capital existente y ¼ a constituir fondos de nuevo capital para permitir el crecimiento.
5° Blindar los derechos individuales para impedir que el “logrolling legislativo” imponga el arrebato forzoso de la renta de particulares por parte de sindicatos, entidades privadas, organismos cuasi-estatales, registros de dudoso origen, fondos compulsivos y otras instituciones que utilizan la fuerza de la ley y el poder recaudador de la AFIP para apropiarse de recursos privados.
Esta es la enorme importancia que adquiere, en estos momentos cruciales, la condición de que el presidente y demás autoridades diseñen políticas y decidan medidas conforme con los criterios de recta conciencia moral. Todo un país está expectante del camino que elija: hacia el Estado servil o hacia la Sociedad libre.