Karin Silvina Hiebaum – International Press
No hay, ni puede haber, una definición cabal, universal y completa del liberalismo, porque los liberales, como los demás, somos de nuestro padre y de nuestra madre
Si a una madre con varios hijos le preguntamos cuál es su favorito nos mirará mal. ¿Un hijo favorito? Todas las madres quieren por igual a sus hijos. Lo contrario ni es racional ni moralmente aceptable.
Pero lo cierto es que todas las madres tienen un hijo favorito. Es posible que ni ellas mismas lo sepan, pero los hijos, y cualquiera que se fije, lo podrán adivinar simplemente atendiendo al comportamiento de la madre en el día a día y haciendo sencillas comparaciones.
Como decía Félix Rodriguez de la Fuente: la atención de un ser humano es una capacidad prodigiosa de nuestra mente, que puede permanecer más o menos alerta, en una alerta baja, de baja intensidad, como se dice en el argot militar, o, de pronto, en una gran y concentrada alerta.
Y precisamente, ese resorte que nos hace pasar del piloto automático de nuestras reacciones al estado de máxima alerta es el mejor indicador de qué o quién nos interesa de verdad. Y ante esa prueba, la mil excusas que nuestra mente consciente es capaz de generar importan más bien poco.
En la izquierda y derecha política esto no aporta mucho. La doble vara de medir de las dos tendencias políticas se da por sentada. Lo que llama la atención de una, pasa desapercibida para la otra y viceversa. El ser humano es así y hay que vivir con ello.
El problema viene con el centro. ¿Qué es el centro político? En teoría deberían ser personas que comparten gustos morales en un punto medio entre la izquierda y la derecha, y, por tanto, gracias a esta capacidad podría ser ecuánimes entre ambas posturas, siendo capaces de reaccionar igual ante los estímulos vengan del lado que vengan.
Dicho de otro modo, el centro debería ser una madre que quiere por igual a sus hijos. Pero sabemos que eso no existe. La izquierda, la derecha y centro son etiquetas que usamos para simplificar el mundo. Al final existen millones de individuos con unos sesgos propios a los que agrupamos por características comunes, y estas varían mucho de las generalizaciones y categorías teóricas.
O dicho en cristiano: un centrista visto individualmente siempre va a estar ligeramente situado a la derecha o a la izquierda. Al igual que con las madres, solo hay que ver cómo reacciona a los eventos diarios y hacer sencillas comparaciones.
¿Eso tiene algo de malo? En absoluto, de hecho, es perfectamente compresible y no le quita ningún valor. El follón lo tenemos cuando se decide ignorar algo tan básico para empezar a creer en la ficción absurda del centro centrado, que nace de la superioridad moral, visión no restringida o ungida que cierta izquierda se ha llevado consigo en su viaje al centro.
Cada vez que el pueblo inflige sopapos electorales a la izquierda, el progresismo se revuelve por el narcisismo herido, y revuelve el baúl de las consignas en busca del centro, del liberalismo y, el no va más, el liberalismo de centro.
Ahora que parece que bajar impuestos, salvo a los asquerosos ricos, puede volver a ser progresista, como ya dijo Zapatero anteriormente en España, antes de subirlos, no le extrañe a usted, señora, que los socialistas de todos los partidos recuperen una vieja fantasía y proclamen que liberales, lo que se dice liberales, pero liberales de verdad, genuinos liberales de centro, liberales son ellos.
Y así como han intentado convencernos de que Adam Smith no era liberal, volverán a agitar a Gregorio Marañón, o a cualquiera que les permita presumir de liberales, como si el liberalismo fuera cualquier cosa, o el centrismo cualquier equidistancia. Aquí van tres pistas para detectar algunas trampas de estos renovados taxónomos.
La primera trampa es que proclamarán que el liberalismo no es el mercado, con frases como «el mito del mercado como panacea universal». Tras carraspear educadamente, señora, usted puede observar que ningún liberal ha dicho nunca que el mercado es sagrado, porque sagrado, como sabe cualquiera, solo es Dios. Y, mire usted por dónde, desde el propio Smith en adelante, los liberales hablaron de valores, de justicia y de moral. Es precisamente el antiliberalismo el que mitifica lo contrario del mercado, es decir, la coacción política y legislativa sobre las instituciones de la sociedad libre, empezando por la propiedad privada y los contratos voluntarios.
La segunda trampa, derivada de la anterior, es presentar al Estado como si fuera liberal. Dirá usted: necesitamos al Estado para proteger la propiedad y los contratos. En efecto, y el ardid quedará así destapado, en cuanto usted perciba que quienes presumen de propiciar el liberalismo centrista, en vez que proteger dichas instituciones, las atacan.
Y, por fin, de las dos anteriores se deriva la tercera trampa. No hay, ni puede haber, una definición cabal, universal y completa del liberalismo, porque los liberales, como los demás, somos de nuestro padre y de nuestra madre. Pero hay algo que nos une a todos: la noción del poder limitado. Esa idea puede ser vulnerada por quienes pontifican en nombre del liberalismo. Esté atenta, señora, si no ve usted claros los límites del poder.
El lema de Ayuso es socialismo o libertad. Un centrista que no tenga un sesgo izquierdista importante se percataría que llamar al PSOE socialistas o a Podemos (IU y PCE) comunistas es simplemente usar el nombre oficial de sus partidos.
Voy a ir despacio aquí porque sé que España esto es muy difícil de entender. Algo en la mente de la mayor parte de la población se niega prestarle la menor atención. Es lo que se ha venido a llamar, genialmente, la PSOE state of mind.
El PSOE es el partido socialista. Socialista. A veces hasta levantan el puño y cantan la Internacional. Es verdad que son un partido capaz de ir a una corrida de toros en Toledo y a una manifestación animalista en Vallecas. Pero se llaman así, no quieren cambiarse el nombre y nunca han renegado de su historia. Es más, no tienen la mínima necesidad de cambiarse el nombre precisamente porque es capaz de hacer bilocaciones ideológicas tan prodigiosas como esa.
Hay muchas razones para que esto ocurra. Dan para un libro completo. Pero una parte importante de la culpa la tiene el centro centrado. Y la tiene porque existe una ley de hierro a la que casi nadie presta atención en la derecha: toda organización que no es explícitamente de derechas antes o después acabará siendo de izquierdas.
Sí, lo sé. A nadie le gusta esta ley. Te obliga a posicionarte en la derecha antes de abrir la boca, lo que hace tus argumentos incompresibles a media población desde el primer momento. Pero que algo no nos guste no quiere decir que vaya a dejar de existir.
¿Y qué es esencialmente un centrista? Alguien al que no le gusta ser explícitamente de derechas. ¿Y qué le pasa a un conjunto de personas que no son explícitamente de derechas? No hay mucho más que decir.
¿Qué puede aprender el liberalismo de todo esto? Pues mucho, pero no tengo claro que nos guste la lección. El liberalismo no es centrista. No estamos en medio entre los progresistas y los conservadores, estamos en el otro vértice del triángulo. Pero sí compartimos una característica de los centristas, y es que muy poca gente se sitúa justo en el vértice. Unos tienden al progresismo y otros al conservadurismo.
Al igual que antes, esto no tiene nada de malo. El problema es cuando se decide ignorar lo básico y se tira de superioridad moral para imponer tu visión al resto.
¿Y quién tiende a la superioridad moral hasta tal punto que consigue que cualquier organización no explícitamente de derechas acabe siendo de izquierdas?