Karin SIlvina Hiebaum
No por casualidad, los dirigentes de Moscú consideraban la presencia de esos sistemas antimisiles en países cercanos como un grave factor desestabilizador que tendría importantes repercusiones en la seguridad regional y mundial en los años venideros.
Además, esos equipos eran fácilmente convertibles en sistemas de lanzamiento ofensivo dirigidos contra Rusia, lo que motivó a los funcionarios del Kremlin a creer que Estados Unidos estaba, de hecho, tratando de deshacer la paridad estratégica establecida entre Moscú y Occidente en décadas pasadas.
En el ámbito de las relaciones internacionales prevalece la idea de que los conflictos militares son menos probables cuando las grandes potencias comprenden que sus capacidades ofensivas están a la altura de las de un agresor potencial.
Por eso, Vladímir Putin, en su discurso de 2007 en la Conferencia de Múnich (Alemania), consideró que la expansión de la OTAN en años anteriores no tenía nada que ver con la modernización de la alianza, sino que representaba una abierta provocación contra Rusia.
En aquel momento, el objetivo de la Administración Bush era doble: disminuir la capacidad de represalia de Rusia y hacer que los países europeos se sintieran aún más dependientes de la protección estadounidense en el futuro.
De este modo, la Casa Blanca empezaba descaradamente a remover los cimientos del equilibrio de poder en Europa, al no ejercer una política exterior más prudente que tuviera en cuenta las preocupaciones de Moscú por su propia seguridad.
La doctrina Bush, por tanto, representaba un estado de cosas en el que los intereses nacionales y geopolíticos estadounidenses debían prevalecer sobre cualquier otro, ya fuera adversario o aliado. En definitiva, se refería a una política de promoción de un desequilibrio estratégico a favor de Washington, que conduciría años más tarde a una verdadera crisis de confianza entre Moscú y las cúpulas occidentales, como se puso de manifiesto durante los primeros meses de 2022.