Supongo que si algún lector de prensa española ha visto el discurso de Javier Milei en su toma de posesión como presidente habrá entrado en barrera intelectual y andará preguntándose dónde está el loco peligroso, ese feroz populista liberal que varios colegas en la mayoría de los medios le han prometido, por no hablar del ultrafascista terrible del que Sánchez habla en poco más o menos cada una de sus intervenciones públicas. Donde realmente, se ven dos posturas totalmente diferentes para analizar
Es cierto, ya lo dije por aquí, que las formas de Milei en una parte de la campaña y, antes, en su etapa previa como fenómeno mediático, pueden ser tachadas de populistas: ese personaje en su presentación un tanto histrión, gritón y representando el despecho y dolor de los argentinos por el desvergonzado gobierno kirchnerista, que no se limitaba a decir verdades sino que las decía de la forma más contundente e hiriente posible.
Pero también lo es que detrás de los gritos y del «zurdos de mierda» el mensaje de Milei no era en absoluto populista, no prometía soluciones mágicas, no señalaba enemigos externos y, además, sus propuestas venían avaladas por un cuerpo doctrinal liberal con el que se puede no estar de acuerdo, por supuesto, pero que no son las ocurrencias de cuatro ganapanes. Se trata de un grupo de liberales conocedores del sistema y acompañados por otros seguidores mayormente conservadores en una Republica netamente presidencial que es muy difícil de entender desde un sistema parlamentario europeo.
Además, ya en la segunda parte de la campaña electoral Milei cambió: dejó de ser el polemista televisivo o incluso el candidato outsider y se convirtió en alguien que aspiraba a un cargo que merece un respeto, que no puede arrastrarse de cualquier manera. Ya antes de ser presidente ejercía de presidenciable y, al asumir el cargo, lo ha hecho dotando a sus formas y a sus palabras de la grandeza, por llamarlo de alguna forma, que se debe exigir a un jefe del Estado.
Y desde el primer minuto de su presidencia Milei ha lanzado un mensaje integrador: ha llamado a todos los argentinos a un esfuerzo que va a ser titánico, ha anunciado que recibirá «con los brazos abiertos» a los que quieran sumarse a esa nueva Argentina, «vengan de donde vengan». Y, finalmente, ha advertido que va a ser duro, es decir, que no ha engañado a nadie ni en la campaña ni tras ganar las elecciones.
Comparemos este comportamiento con el de un Sánchez que pone a Milei como ejemplo de todo lo malo que nos está trayendo la política mundial, pero que reserva el discurso conciliador para los delincuentes: o has puesto bombas lapa y has intentado dar golpes de estado o te quedas al otro lado del muro.
Un político que elude sus responsabilidades parlamentarias, que presenta libros que no ha escrito y aprovecha la ocasión para hacer chascarrillos, que entra en las relaciones internacionales como un elefante que odie las cacharrerías en una cacharrería, que toma decisiones «por la concordia» en contra de la mitad del país y, por encima de todo, que está dispuesto a arrasar lo que sea con tal de mantenerse en el poder.
En fin, que el estrafalario e histriónico recién llegado al que él señala como una catástrofe le está dando sopas con ondas democráticas e institucionales a este Sánchez que quiere presentarse como el último valladar de occidente, pero que cada día más se comporta como lo que en su fuero interno siempre ha querido ser: un dictadorcillo capaz de cualquier cosa. Ya no nos queda ni Portugal.