La posibilidad de una guerra en la que esté involucrada la superpotencia de EE.UU. –que implicaría consecuencias globales mayores– se incrementa notablemente.
Estados Unidos confirmó este fin de semana que dos de sus infantes de marina fallecieron ahogados al intentar tomar un buque iraní frente a la costa somalí. Son las primeras muertes de tropas estadounidenses desde las atrocidades de Hamás en Israel el 7 de octubre.
Desde esa fecha, las tropas estadounidenses han sido atacadas 140 veces en Irak y en Siriapor militantes vinculados a Irán. En las últimas dos semanas, Estados Unidos ha bombardeado a los hutíes, grupo islamista enYemen, por lo menos siete veces, más un bombardeo extenso ayer que sugiere la posibilidad de una larga campaña militar estadounidense en Oriente Medio.
Junto con Israel, Estados Unidos también ha asesinado a altos mandos de Irán y grupos islamistas en Irak, Líbano y Siria. Mientras tanto, Irán y Pakistán se han bombardeado y la campaña militar israelí sigue aniquilando a Gaza. Si mueren soldados estadounidenses en algún ataque militar futuro –una alta probabilidad–, caben pocas dudas de que la respuesta bélica de Washington será más feroz, algo que solo alimentará el fuego que se ha prendido en la región.
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Como candidato, Joe Biden declaró que, “como presidente, utilizaré el poder militar con responsabilidad y como último recurso. No volveremos a las guerras eternas en Oriente Medio”. Como presidente, sin embargo, su política exterior ha sido mucho más bélica que la de su antecesor y está arrastrando a Estados Unidos hacia una guerra mayor en Oriente Medio. La situación actual muestra que la política estadounidense en la región ha sido un fracaso, según el análisis del experto Jon Hoffman en la prestigiosa revista Foreign Policy. No es un problema nuevo, sino un reflejo del apoyo tradicional de Washington a sus dos socios principales en la región: Israel y Arabia Saudí.
Israel, sin duda un país más libre y democrático que sus vecinos, tiene todo el derecho de defenderse. Su respuesta militar en Gaza, sin embargo, ha sido tan feroz y desproporcionada que hasta Washington la ha criticado, pero no suficientemente como para quitarle su apoyo diplomático y militar, algo que le genera enemistades en el mundo musulmán.
Además, la estrategia de Israel de destruir a Hamás no parece realista. La inteligencia estadounidense estima que Israel ha matado a entre el 20% y el 30% de los militantes de Hamás. Peor aún, el primer ministro Benjamín Netanyahu rechaza abiertamente la solución de dos estados al conflicto israelí-palestino que promueve Estados Unidos.
Por su parte, Arabia Saudí es uno de los países más autoritarios del mundo. Entre otras cosas, con armas, equipos y otros apoyos de Washington, desde el 2015 Arabia Saudí ha intervenido en Yemen, causado casi 400.000 muertes y creado quizás la peor crisis humanitaria en el mundo. Biden busca “normalizar” las relaciones entre Israel y Arabia Saudí al ofrecerles garantías de seguridad; es decir, una suerte de alianza formalizada. De esa manera, Biden pretende enfrentar mejor a Irán y establecer la paz en la región. Pero, tal y como observa Hoffman, “esto se basa en la errónea suposición subyacente de que Estados Unidos y sus socios son capaces de mantener por la fuerza un orden regional antiliberal en Oriente Medio sin incurrir en considerables costos políticos, humanos y económicos en el proceso”.
Esos costos ya son grandes y solo crecerían bajo la propuesta de Biden. La hipocresía de EE.UU. al darle al autoritarismo todavía más apoyo solo deslegitimará aún más al país. A los palestinos nunca les gustó el plan. Irán y sus aliados que apoyan a los extremistas palestinos no se quedarán quietos. La posibilidad de una guerra en la que esté involucrada la superpotencia de EE.UU. –que implicaría consecuencias globales mayores– se incrementa notablemente.
Es hora de que Washington haga un cambio fundamental en su política hacia Oriente Medio.